EL CORREO 18/01/14
KEPA AULESTIA
· La izquierda abertzale y los miembros de ETA presos continúan siendo clientes poco recomendables para abogar por sus reivindicaciones
La manifestación del pasado sábado en Bilbao fue la más importante de las que se han celebrado en Euskadi en muchos años, por la coincidencia del PNV con Sortu en su convocatoria, por la cantidad de personas que movilizó y por el eco que obtuvo en los medios. Sin embargo es casi como si no hubiera existido. Los dirigentes jeltzales se han mostrado necesitados de convencerse a sí mismos de que no les quedaba otra salida, de que fue una decisión inteligente y responsable. Y la izquierda abertzale expresó demasiado tímidamente que aquello debía ser el inicio de algo nuevo. A pesar de que el martes el gobierno Urkullu pareció reivindicar la marcha más de lo que lo había hecho la víspera el presidente del EBB, los gritos de ‘presoak kalera’ y ‘amnistía’ acabaron desconcertando a unos y a otros. El ‘océano de gotas’ se ha ido retirando a lo largo de la semana y todo vuelve más o menos al punto de partida. Es lo que tiene la resaca.
La resaca es consecuencia de la confusión bajo la que acabaron cobijándose los convocantes de tan multitudinaria marcha. No se sabe exactamente qué significa eso de flexibilizar la política penitenciaria en boca de todos los que lo promulgan. Hay muy distintas versiones de tal requerimiento. El Gobierno Rajoy se resiste a dar su brazo a torcer en este tema debido fundamentalmente a dos razones. Por una parte porque se encuentra con una notable contestación interna y externa ante cualquier modificación en la política antiterrorista. Por la otra porque teme que la más mínima concesión a las exigencias de la izquierda abertzale o de ETA le situaría al pie de una escalera interminable de sucesivas demandas. Ante la disyuntiva entre moverse y no moverse, recurre a la contención. Cuando menos mientras ETA persista como organización armada y el reconocimiento del daño causado continúe sonando más a reivindicación que a arrepentimiento. Se trata de un pulso tan desigual que sitúa a la banda terrorista y a sus activistas presos en la tesitura de tener que reconocer expresamente su derrota o admitir su profunda equivocación para desbloquear la situación sin garantía de que su eventual renuncia a tratar de salvar el pasado violento les suponga más beneficios que perjuicios. De ahí su mal disimulado inmovilismo.
El problema al que se enfrentan Ortuzar y Urkullu a la hora de abogar por otra política penitenciaria es que tienen que tener en cuenta la actitud de quienes, objetivamente, se convierten en ‘clientes’ de su gestión. El discurso político más bienintencionado apela a la necesidad de que la sociedad vasca alcance la paz. La gran contradicción es que ésta ya está entre nosotros. Vivimos en paz desde el momento en que hay razones suficientes para concluir que la amenaza de ETA se conjuga en pasado. La única parcela de paz que no hemos conquistado aun es la del juicio que ese pasado merece. Parcela que permanece vallada por quienes se niegan a revisar críticamente su trayectoria. A partir de ahí todo el andamiaje ideado en el plan del Gobierno vasco –como todo el que trató de levantar en su día el lehendakari Ibarretxe– parte de la idea de que algo hay que hacer al margen de lo que hagan ETA y quienes sigan bajo su disciplina. De manera que una especie de metodología estándar en la resolución de conflictos acaba desviando la atención, viendo tareas acuciantes donde no es necesario acometerlas y eludiendo aquello que sigue siendo el verdadero problema: el olvido.
El olvido es algo más que la desmemoria en este caso. Es el descuido que, por interés o comodidad, se abrió paso entre la gente que el pasado sábado marchó por Bilbao. La inmensa mayoría de los vascos estaríamos encantados de relegar todo lo que ocurrió antes de ayer si la insistencia en salvar su pasado por parte de ETA no sobresaltara la convivencia entre quienes se sienten solidariamente unidos a los presos de la banda y quienes detestan su omnipresencia reivindicativa. Entre quienes tienden a conmiserarse de su suerte porque los ven como paganos del conflicto y quienes los identifican como principales causantes del Mal. El olvido consiste sencillamente en presentarlos como sujetos de derecho hasta más allá de donde el Derecho alcanza, considerando de mal gusto recordar los hechos por los que fueron condenados.
Los distintos gobiernos centrales, tanto populares como socialistas, han concebido la política penitenciaria como parte de la estrategia antiterrorista. Esa visión instrumental ha constreñido durante años las posibilidades que la administración de la hoja de ruta de cada recluso ofrecía de promover su albedrío individual. Los vaivenes de la llamada ‘vía Nanclares’ son su reflejo más reciente. Ahora el albedrío de cada preso queda comprometido precisamente por la declaración del EPPK, que solo en apariencia da vía libre a la reinserción personalizada, sujeta a la supervisión ‘colectiva’. Es en este punto donde resulta equivocado abogar por los ‘derechos de los presos’ más allá de un enunciado general por la mejora de sus condiciones carcelarias.
Imaginemos que el lehendakari Urkullu logra sacarle al presidente Rajoy alguna señal para el optimismo respecto a los presos de ETA. Imaginemos, por ejemplo, que acceda a agruparlos. O que evite tal cosa agilizando el acercamiento individualizado. O que, como es su costumbre, mire hacia otro lado. Al final lo que importa es cómo se lo vaya a tomar el ‘cliente’. Y el ‘cliente’ no quiere otra cosa que acabar teniendo razón. No la razón que puedan brindarle Urkullu, Ortuzar o Erkoreka, sino toda la razón. Una razón que, a la vuelta de la esquina, obligaría al PNV a decantarse por la solicitud de indultos o limitarse a la defensa de beneficios ordinarios para los etarras presos.