- Si llevamos al extremo la furia de las placas, alguien podría querer señalar todos aquellos edificios que funcionaron como checas en Madrid durante la Guerra Civil.
Andan Félix Bolaños y su ejército de memoria democrática desesperados por poner placas recordando el pasado de muchos edificios (preferentemente madrileños) que, durante los años tenebrosos de guerra y posguerra, vieron mancillado su fin original para convertirse en escenarios de las salvajadas de unos y de otros.
Ahora, el objetivo principal de las huestes memoriosas es la Real Casa de Correos, sede del Gobierno de la Comunidad de Madrid, un edificio de azacaneada historia, pues en dos siglos largos de vida (se construyó entre 1766 y 1768) ha pasado de todo por allí.
Sirvió para organizar el servicio postal durante el siglo XVIII.
Fue sede del Ministerio de la Gobernación, de la Capitanía General y del Gobierno militar.
Escenario de discursos históricos (la reina Isabel II habló al pueblo desde sus balcones) o sala de curas improvisada: en uno de sus salones yació moribundo José Canalejas, tiroteado cuando salía de comprar caramelos en la bombonería La pajarita (otros dicen que mientras miraba, abstraído, los volúmenes del escaparate de la Librería San Martín).
El reloj de la Casa de Correos es referente de hora exacta desde el siglo XIX, y ahora señala el inicio oficial del año nuevo entre gritos y pitos de los españolitos.
El 14 de abril del 31, la bandera de la República ondeó en los mismos balcones que habían albergado discursos reales. Tras la Guerra Civil, la Casa de Correos cobijó la tétrica Dirección General de Seguridad, por cuyos calabozos pasaron opositores políticos para ser sometidos a la indignidad y el maltrato.
La llegada de la democracia cambió el destino del país y también el de la Casa de Correos, que en 1984 se convirtió en sede del Gobierno autonómico. Y hasta hoy.
En 257 años, la Real Casa de Correos ha servido durante treinta y nueve para fines deshonrosos. La lista de horrores que tuvieron lugar en sus húmedos calabozos durante la dictadura es una parte terrible (pero sólo una parte) de la larga historia de un edificio.
Las huestes sanchistas están empeñadas en que la extensa hoja de servicios a la ciudadanía del edificio de la Puerta del Sol se resuma en una de esas placas atrabiliarias que recuerdan los favores al franquismo prestados por algunos edificios.
“Lugares de memoria”, los llaman.
Pero ¿de qué memoria hablamos? Aconsejo a los palmeros monclovitas que tengan cuidado con su entusiasmo etiquetador: Carlos Fernández recordaba en X que el Palacio de la Moncloa se reconstruyó durante el franquismo para servir de residencia a los jefes de Estado de visita en España.
¿Qué hacemos con la memoria? ¿Le gustaría a Pedro Sánchez que le recordasen que vive en un lugar proyectado para rendir pleitesía a los huéspedes del dictador? Vamos más allá.
¿No existe el peligro de que llevemos al extremo la furia de las placas y que alguien quiera señalar todos aquellos edificios que funcionaron como checas durante la Guerra Civil?
¿Les apetece a los socios del Círculo de Bellas Artes (entre los que me encuentro) ver cada día una plaquita que avive el pasado chequista del hermoso edificio de Antonio Palacios?
¿Quieren los clientes de una alegre taberna en el corazón de Chueca enterarse de que el lugar donde sirven el mejor hígado encebollado de Madrid fue lugar de interrogatorios y torturas?
España tiene un doloroso pasado reciente que no debe borrarse. Pero no podemos reducir su azarosa historia a los años oscurísimos del franquismo, ni empeñarnos en recordar machaconamente que una dictadura mancha nuestro pasado cercano.
Hace poco, en la presentación de un festival literario, la Alta Comisionada del Gobierno para la Celebración de los Cincuenta Años de España en Libertad (ahí queda eso) dijo en su intervención que una fiesta que celebra la cultura no puede olvidar que hace ochenta años no había libertad en nuestro país.
A mí, sinceramente, me dieron ganas de mandarla al carajo.