ABC-ISABEL SAN SEBASTIÁN

Sus señorías no aprecian violencia suficiente para calificar lo acaecido como lo que fue: una declaración de independencia de una parte del territorio nacional

CUANDO el parlamento de Cataluña proclamó el establecimiento de una «República Catalana como Estado independiente y soberano, de derecho democrático y social», qué estaba subvirtiendo, el orden público o el orden constitucional? ¿Cuando el entonces presidente Puigdemont declaró: «Asumo al presentarles los resultados del referéndum el mandato del pueblo de que Cataluña se convierta en un estado independiente en forma de república», qué pretendía dinamitar, la paz en las calles o la unidad indisoluble de la Nación española, el principio de soberanía residenciado en el pueblo español y la Monarquía parlamentaria como forma política del Estado español, consagrados en nuestra Carta Magna? No soy experta en leyes y por tanto me abstendré de discutir los fundamentos jurídicos de la sentencia dictada por el Tribunal Supremo, cuya solidez doy por sentada. El sentido común y la lógica, no obstante, son atributos carentes de vinculación con una titulación académica y tanto el uno como la otra gritan a los cuatro vientos que lo sucedido en Cataluña en octubre de 2017 fue un atentado flagrante contra los tres pilares de la Constitución recogidos en su título preliminar. Una concatenación de actos perfectamente orquestados por las máximas autoridades autonómicas, con el auxilio de algunos peones integrados en presuntas entidades culturales, destinados a imponer unilateralmente la segregación de una región de España. O, en palabras del Código Penal al tipificar el delito de rebelión, «declarar la independencia de una parte del territorio nacional» mediante un «alzamiento violento y público». Condenar a los autores de esa intentona por un delito de sedición, definido como «alzamiento público y tumultuario para impedir, por la fuerza o fuera de las vías legales, la aplicación de las leyes o el cumplimiento de sus acuerdos, o de las resoluciones administrativas o judiciales», es descafeinar mucho lo acontecido o tomarnos por idiotas.

Al parecer, han pesado más en el juicio del tribunal los medios empleados por los condenados para cometer su crimen que los hechos perpetrados. O sea, el huevo ha prevalecido sobre el fuero. Dado que en aquellas jornadas aciagas no corrieron ríos de sangre ni se ordenó a los Mossos disparar a la Policía Nacional y a la Guardia Civil, sus señorías no aprecian violencia suficiente para calificar lo acaecido como lo que fue: una declaración de independencia de una parte del territorio nacional. Lo cual significa que o bien la ley está muy mal redactada y precisa una reforma urgente, o bien en aras de lograr la unanimidad los partidarios de respaldar la postura de la Fiscalía y condenar por rebelión se han avenido a rebajar sus pretensiones y conformarse con la sedición, ante la amenaza de votos particulares por parte del sector mal llamado «progresista» (o sea, el de los magistrados propuestos por el PSOE), o bien tenían mucho miedo a lo que pudiera decir Estrasburgo. Sea como fuere, resulta significativo que al final se haya impuesto el criterio de la Abogacía del Estado, modificado a la baja a instancias del Gobierno, previa destitución del primer encargado del caso, Edmundo Bal, firme defensor de la acusación por rebelión.

Una vez más, en la duda entre la firmeza democrática y el apaciguamiento, el Estado opta por esta segunda vía, como si la experiencia no demostrara sobradamente su total y absoluta inutilidad. El victimismo del separatismo será el mismo. Se mantendrá intacta su determinación de seguir desafiando el marco constitucional. Únicamente les frenará el temor a terminar en la cárcel, tanto más efectivo cuanto mayor la condena. No aprendemos.