Juan Carlos Girauta-ABC
- No veo ningún clasismo en que Amancio Ortega y el dueño de la zapatería de la esquina aparezcan con la misma categoría de «empresarios»
En esta sociedad sentimental no es importante lo que pienses, aunque un análisis apresurado pueda conducir a error. ¿Acaso no parecen tener todos una opinión formada sobre los más variados asuntos? Eso colegirá quien se mantenga en la epidermis social, o el marciano de las parábolas que aterriza de pronto en Sol. Fíjate, se dirá, en lo concienciados que están en materia de cambio climático, desde los escolares impúberes que adoran a Greta hasta los principales ejecutivos del orbe, que también adoran a Greta. O date cuenta del eco, de las multitudinarias respuestas a las campañas feministas. ¡Pero si ecologismo y feminismo perderán el sufijo por innecesario! Tan universales son las causas. Ni causas hay que llamarlas, más bien leyes de la naturaleza; nadie va discutiendo los principios de la termodinámica. ¿O qué?
Pues que no. Que por gozoso que sea refocilarse en ella, nada relevante se entiende en la epidermis social. Y mucho menos con un ecosistema informativo crecientemente confuso y disparatado desde que se ha sometido al clickbait (cebo de clics). Por eso en la sociedad sentimental todo chiquilicuatre exhibe una «posición» sobre cualquier asunto: el fracking y el testamento vital, la limitación al alquiler y el copago sanitario, la instrucción por los fiscales y la robotización. ¿Cómo es posible? Porque, no pudiendo el hombre pensar con recto juicio sobre lo que desconoce, sí puede sentir algo sobre todas las cosas. De hecho, no puede evitar sentir algo sobre todo aquello con que se topa.
Por eso cuando la educación pretendía formar hombres a lo Kipling, de los que se ganan el estatus (And -which is more- you’ll be a Man, my son!), era de tan mal tono exhibir los propios sentimientos. ¿Exagerado, imperial, victoriano? Puede. Pero tiene que existir una zona intermedia, habitable y digna, entre el hombre que el pobre John Kipling, destinatario del riguroso poema, apenas pudo llegar a ser, y el arrogante manojo de emociones, el ofendido crónico de lágrima fácil, titular de derechos sin deberes y sabelotodo (sientelotodo más bien) que está poblando Occidente como plural heraldo de su ocaso.
Lo curioso es que ya vivíamos en esa zona intermedia. No digo ayer, ni el año pasado. Pero las perversas fuerzas de la igualación -la versión destructiva de la igualdad- eran reducidas en las sociedades abiertas hasta que el siglo se desperezó. Una remota rareza, un fósil del monstruo, se encuentra en aquella norma de los socialistas, apenas llegado al poder Felipe González, que excluía la profesión del DNI. La decisión pudo parecer de poca monta: a fin de cuentas combate el clasismo, ya sabes. En realidad merecía un debate que no tuvo. No veo ningún clasismo en que Amancio Ortega y el dueño de la zapatería de la esquina aparezcan con la misma categoría de «empresarios». Propongo un DNI que cambie de color según cómo te sientas en cada momento.