JUAN SOTO IVARS-EL CONFIDENCIAL
La teoría de moda entre el nacionalpopulismo europeo es el «gran reemplazo» o la «gran sustitución». Vox también la promueve. Esta teoría le da la vuelta al colonialismo
Así, cuando sus adversarios les acusan de racistas, ellos contestan con una calma y cara de niños buenos que no, que ellos no creen en la raza, en absoluto. Ellos defienden la «cultura» europea y alemana, y la soberanía nacional. Ellos critican a los musulmanes no por ser de otra raza, sino porque su cultura es agresiva y contamina la «nuestra».
La teoría de moda entre el nacionalpopulismo europeo es el «gran reemplazo» o la «gran sustitución». Vox también la promueve. Esta teoría le da la vuelta al colonialismo. Según dicen, Europa sufre una invasión por goteo, auspiciada por oscuras fuerzas internacionales, cuya finalidad es plagar el continente de musulmanes. Dado que ellos se reproducen más rápido, a medio plazo la tendencia demográfica hará que la «minoría» seamos «nosotros».
Subrayo palabras como «cultura», «nosotros» o «minoría» porque nos llevan a un concepto clave: la endofobia. ¿Y qué es esto? Lo explicaré sacando a los nazis de la tumba. Ellos no odiaban al inmigrante, sino al alemán impuro. Sentían odio al diferente, sí, pero sobre todo a sí mismos, a su propia cultura mestiza. Solo estableciendo una línea ficticia (entonces sí la llamaban raza) pudieron justificar que familias de alemanas judíos, que habían combatido junto al Káiser en la I Guerra Mundial, fueran sacrificadas en el rito caníbal del Holocausto.
Abascal cae en la misma endofobia cuando recita una lista de apellidos magrebíes para criticar que se llevan todas las ayudas sociales públicas
Abascal cae en la misma endofobia cuando recita una lista de apellidos magrebíes para criticar que se llevan todas las ayudas sociales. ¿Odio al extranjero? ¿Cómo sabe Abascal que esa gente es extranjera? Por mucho que presuma de bandera, lo que odia Abascal se llama España, un país que no se rige por la pureza cultural que él promueve, sino por la mezcla. Por eso hay españoles apellidados Sánchez, Ortega-Smith o Bousselham.
Pero la endofobia, el horror ante la impureza intrínseca a cualquier sociedad cosmopolita, no puede combatirse desde una izquierda que juega al mismo juego nauseabundo del identitarismo. No se puede celebrar la diversidad bajo la máxima del sentimiento de culpa histórico y las interminables cadenas de reproches que fracturan la sociedad en taifas antagónicas. Dicho de otra forma, no puedes celebrar la «negritud» y esperar que otro no celebre la «blanquitud». Si lo haces, has caído en una trampa.
La muerte del multiculturalismo
Durante años, la izquierda ha demostrado que no entendía el multiculturalismo. En la ingenua celebración de las diferencias como de canción de Manu Chao, han perdonado toda clase de atropellos a los derechos humanos si los cometían miembros de una minoría. Esta postura culpable quedó perfectamente retratada en la defensa del velo que hicieron algunas feministas españolas. En la cantinela de fondo, «es su cultura y hay que respetara», se ha condenado a millones de mujeres a la insolidaridad.
Las culturas deben convivir bajo la égida de una ética y una historia común. De lo contrario, la sociedad se fractura. Y eso es lo que estamos viendo. Tanto la intransigencia derechista como el papanatismo de la izquierda han minado las posibilidades del multiculturalismo.
Esta postura nos hablaba de la convivencia y la contaminación gozosa entre los diferentes, sí, pero también de la obligatoriedad de todos a asumir una sola ética basada en el respeto de los derechos humanos y la igualdad formal ante la ley. Pues bien: esta ética común se ha desmoronado ya. La derecha no quiere mestizaje y la izquierda se niega a obligar a ninguna cultura a asumir que no hay convivencia posible sin una ética común.
Así, el multiculturalismo ha degenerado en lo que Robert Hughes llamó separatismo cultural, donde cada cual segrega por donde le conviene, y empaqueta a los ciudadanos en jerarquías donde se les valora, no por lo que valen, sino por lo que aparentemente son. Unos quieren arrebatar a los musulmanes sus derechos de ciudadanía, y otros se sienten demasiado culpables como para exigir al islam europeo el respeto a los derechos de la mujer.
Este separatismo cultural explica dos movimientos antagónicos: el alimentado por el odio a los inmigrantes y el que hoy lleva a tantos jóvenes negros en Estados Unidos a resucitar la segregación que sus padres enterraron. Unos y otros hablan en el mismo idioma solipsista y ensimismado, utilizan los mismos códigos. Aquí todos quieren proteger su «cultura» de la supuesta colonización inmaterial.
Solo desde estos puntos de vida identitarios pueden sostenerse insensateces históricas como que los 800 años de presencia musulmana en España fueron malos
Solo desde estos puntos de vista identitarios pueden sostenerse, con toda calma, insensateces históricas como que los 800 años de presencia musulmana en España fueron malos, o que hay que derribar una estatua de Colón. El separatismo de derechas propone uniformidad y sometimiento a la cruz, y el de izquierdas una diversidad falsa, llena de fronteras, entre las que florecen las acusaciones de opresión sistémica y apropiación cultural.
Unos y otros han quebrado el concepto de ciudadanía en mapas políticos propicios a la batalla. Ambos tienen armazón histórico para sostener sus mitos separatistas: desde la Europa de las naciones cristianas a los crímenes de la colonización del siglo XVI, unos y otros hacen imposible enfocar la historia como un territorio acogedor, justo y compartido, que promueva la reparación y salde sus deudas, pero invalide para siempre el resentimiento, la venganza y la disolución.