Ser de derechas

ANTONIO ESCOHOTADO -El Mundo   

El autor analiza la evolución de la izquierda en Europa desde los tiempos de la Revolución francesa. Considera que en su discurso revanchista y victimista se asientan hoy polos opuestos como Podemos o Trump. 

EN LAS ELECCIONES generales de 1936 la confederación derechista de Gil Robles obtuvo el 46,5% de los sufragios –medio punto menos que el Frente Popular de Azaña–, y en 1976 la confederación derechista de Blas Piñar no logró un solo escaño. En el resto de Europa occidental la migración de la derecha al centro fue mucho más rápida, y coincidió con el éxito del Plan Marshall, mientras el Este se encadenaba a la miseria comparativa del Comecon. Al comenzar los años 60 era de dominio público que Stalin fue un psicópata criminal, y la causa izquierdista se había escindido irreparablemente en socialismo democrático y socialismo mesiánico. 

La propia izquierda nació topográficamente, cuando a ese lado de la Asamblea Constituyente francesa (1789) se encontraron reunidos Robespierre y otros diputados, que acabarían asumiendo «el terror como atajo hacia la virtud republicana». Según Babeuf, ejecutado por sedición en 1797, fue el espíritu de Robespierre quien inspiró su Complot de los Iguales, basado en que «todos serán mantenidos a expensas públicas desde la cuna al féretro», y a ese evento se remite el nexo más antiguo entre la gauche y un rechazo simultáneo del trabajo por cuenta propia y la propiedad privada. 

Cinco décadas después, Marx y Engels contraponen el socialismo «científico» –una dictadura del proletariado precedida por expropiación general– al socialismo «utópico» de Saint–Simon y Owen. Con todo, cuando está a punto de estallar la Gran Guerra quienes toman en cuenta a Marx lo hacen compatible con un cambio gradual pacífico, preconizado por el propio Engels, al cual se adhieren nueve de cada 10 sufragios izquierdistas. Coincidente en lo fundamental con el laborismo británico, la socialdemocracia era la fuerza más votada en Alemania, y tenía pujantes análogos no solo en toda Europa sino en Rusia, donde el atraso forzaba a existir clandestinamente.

La fidelidad a Marx sin «revisionismo» caracterizaba a partidos insignificantes en términos estadísticos, como el de Guesde en Francia, el de Lenin en el exilio y algo después el espartaquista de Rosa Luxemburgo. Pero el tronar de las armas cambió todo, empezando por algo tan vergonzosamente silenciado por la historia convencional como la montaña de efectivo que el alto mando alemán entregó a Lenin para asegurar la rendición de Brest–Litovsk, porque le pareció prioritario poder transferir sus tropas al frente occidental. Los 20 millones de marcos oro –quizá 50– bastaron para comprarlo casi todo en un país desmoralizado, y tener en abril de 1917 «unos 2.000 miembros a lo sumo» –palabras de Trotsky– no fue óbice para que los bolcheviques se hiciesen con el poder en octubre. 

Hasta aquí la izquierda se mantenía potencialmente unida, pues en el vasto movimiento socialista entraba todo cuanto fuese acorde con más libertad y prosperidad, respetando como brújula periódica la práctica de elecciones. Los comunistas eran una minoría tan respetable como los anarquistas, y así se mantuvieron hasta enero de 1918, al celebrarse las primeras –y últimas– elecciones rusas bajo su égida, donde obtuvieron un brillante 25%. Pero Lenin entendió que solo la unanimidad aseguraba un mundo nuevo para el hombre nuevo, y cuando el 75% restante quiso deliberar aparecieron los primeros hombres enfundados en abrigos de cuero negro –el distintivo de la Cheka–, tirando a dar. 

Entretanto, el horror de posguerra sugirió a principios de los años 20 renovar el absolutismo monárquico con mesías totalitarios, y la versión eslava inicial –tan dependiente de los marcos oro– inspiró análogos latinos y germanos, apoyados de modo más o menos renuente por sus izquierdas y derechas tradicionales. Enveredar por el mesianismo nacionalista aseguró una segunda Gran Guerra, concluida por la derrota de sus iconos en Alemania e Italia y el robustecimiento del icono eslavo, reponiendo así vagamente el término de la primera, pues si Hitler hubiese mandado confraternizar con el pueblo ruso una semana habría sobrado para derrocar a Stalin. 

No obstante, la nueva posguerra puso en marcha una reconstrucción indirectamente decisiva, pues un lado la hizo respetando reglas democráticas el otro siguió ignorándolas, y comparar sus resultados despejó toda sombra de duda. Su reflejo fue que dejara de ponerse en cuestión el principio un hombre un voto, divisa de la derecha, y también el rechazo de la propiedad privada y la iniciativa empresarial, divisa del marxismo. El centro político se agigantó a expensas de esos extremos, y los últimos residuos de vacilación sobre el desarrollo económico se desvanecieron cuando China legalizó los negocios, ya que fue suficiente para salir de la miseria. 

Para entonces estábamos ya de enhorabuena todos los comprometidos con una rebeldía sin crueldad, como la definida por Jünger y Camus, al resultar cada vez menos probable vernos salvados a la fuerza por algún redentor autonombrado. En Iberoamérica, sin embargo, Castro y Guevara vistieron con ropa nueva ese anhelo, y sobrevivió una izquierda mesiánica hecha a fantasear con una derecha tan desaparecida como la hostil al sufragio universal. Iba a sentirse acosada por la obsolescencia de recursos como legislar sobre precios, depreciar la moneda o declararse alegremente en quiebra, aunque ser una religión política la puso a cubierto de razones prosaicas, hasta cristalizar como altermundismo. 

Considerando que la renta per cápita es un factor menos social que su ideología, y el rencor un pasto más nutritivo que el conocimiento, el altermundismo se propuso impedir que la soberanía de patrias chicas se diluya cada vez más en conveniencias económicas transnacionales. Y aquí, donde el latrocinio de la casta política dio a Podemos cinco millones de sufragios, lo ganado con meterle miedo a esos mangantes se pagaría exhumando el revanchismo, junto con una posverdad que interpreta el carácter relativo de toda observación como si cada observador viese desde cada lugar cosas distintas. 

Einstein se pasó la vida explicando que vemos las mismas precisamente porque hay relatividad; pero si se nos escapa el fondo del malentendido, olvidemos quién llamó a su física «idealismo agnóstico reaccionario». Fue Lenin, en Materialismo y empiriocriticismo (1908), objetando que «convertir la materia en energía viola el principio de la lucha de clases», pues materia y proletariado son lo mismo. Luego el proletariado se aburguesó, y la izquierda mesiánica hubo de encontrar una nueva víctima en el desfavorecido. 

Atormentado según De Quincey por «males sin remedio y agravios sin venganza», el desfavorecido no se distingue de sus semejantes por profesión, salud, edad o defecto visible, ya sea congénito o adquirido. Miembro de rebaños criados en el mismo establo, combinando el mismo estanque genético, su problema es rezagarse a la hora de cumplir los deberes comunes –lograr amor filial y respeto del vecino, confort y sensación de vida cumplida– sin poder echarle la culpa al medio, debido a alguna avidez/indolencia que inclina a pedir sin dar, y en los peores casos a rendirse ante tentaciones fratricidas. 

IMAGINANDO QUE también él depende de reprimir al Capital, el victimismo pasa por alto que la primera parte del siglo XX dirimió ese preciso asunto, y desde entonces el capital no paró de crecer, pues gravar en vez de suplantar al comercio creó sociedades de prosperidad inaudita. Nadie las necesita tanto como el desfavorecido, manipulado como ariete del rencor cuando solo la opulencia le permite sobrevivir, y enmendarse en mayor o menor medida. Pero distinguir entre víctimas reales e imaginarias basta para ser de derechas, incluso de extrema derecha fascista. 

En tantos casos como el mío, luchar hasta físicamente contra el franquismo no exime de complicidad, porque la inversión zapateril en Memoria Histórica lanzó otro antifranquismo, centrado en ignorar hasta qué punto los polos se acercaron. Con esa amnesia llegan categorías como la que incluye a Hitler, Ayn Rand y Trump en el mismo saco de extrema derecha, olvidando que el primero solo tuvo un gemelo univitelino precoz: Stalin. La señora Rand es una liberal inteligente, de prosa algo anfetamínica, y el presidente americano no puede ser más hortera, si bien acaba de ver aprobada una reforma donde rentas inferiores a $30.000 están exentas, en vez de sujetas al 21% que tantos jubilados pagamos aquí. 

Rand y Trump podrían tener en común intentar entender al hombre efectivo, tan distinto del nuevo anunciado mesiánicamente; pero cuanto más afines al nazismo parezcan menos se distinguirá la extrema derecha del puro infundio, urdido para que la izquierda reñida con vivir y dejar vivir siga soñando su apocalipsis. Más cómicos aún son llamamientos actuales a la unidad socialista, cuando fueron los hombres con abrigo de cuero negro, en 1918, y luego los vestidos de Guevara, quienes mostraron qué destino espera al demócrata cuando su calaña monopoliza las armas.