El imaginario nacionalista se ha apropiado de una figura que quien la encarnó por primera vez quiso que fuera de todos. Aquella Euskadi que nació de un Estatuto deudor tanto del socialista Indalecio Prieto como del nacionalista José Antonio Agirre no se escandalizaría tanto como parece hacerlo ésta de hoy al ver investido lehendakari a un socialista.
Parecería, por la aceptación y prestigio que ha adquirido, que se tratara de una de esas instituciones que echan sus raíces en la profundidad más oscura de nuestra prehistoria. Y, sin embargo, apenas es un poquito más vieja que yo mismo. Fue, en concreto, el 7 de octubre de 1936, hace ahora, por tanto, poco más de setenta años, cuando la institución comenzó su andadura con el juramento que quien fuera su primer titular, José Antonio de Agirre y Lekube, pronunció bajo el árbol de la villa de Gernika. Algo habrá contribuido a su popularidad el hecho de haber sido siempre designada, incluso por quienes no hablan la lengua, con su término euskérico, lo mismo que el gaélico ‘taoiseach’ contribuye a rodear de un halo de místico respeto al primer ministro de la República de Irlanda, cuando de tal título se valen quienes a él se dirigen sin conocer el idioma céltico. El caso es que la institución de ‘lehendakari’ ha llegado a tener para los vascos, e incluso para quienes no lo son, una connotación simbólica que va más allá de lo que el término literalmente significa.
Esta sobredimensión que la institución ha adquirido se debe, en gran medida, a dos circunstancias históricas que acompañaron su nacimiento. La primera fue, sin duda, la situación bélica del momento. La institución de lehendakri, al igual que la propia Euskadi, nació bajo el fragor de los cañones de una guerra civil que había comenzado hacía sólo tres meses y que, por lo que a nuestro país se refiere, acabaría nueve más tarde. Esta excepcional circunstancia, pese a su extrema brevedad, revistió a la institución de un ropaje épico, que se vería pronto adornado por los recuerdos que quienes la vivieron transmitieron a la siguiente generación para, entre otras cosas, afirmar ante ella la superioridad moral de la que los vencidos se creían poseedores. En aquella situación bélica -y, en parte, también tras ella a lo largo de la dictadura-, el lehendakari era, en un país recién constituido, que no había podido todavía dotarse de otras instituciones representativas, la figura que encarnaba, para unos, la patria y, para otros, la legitimidad republicana frente al fascismo. Para todos ellos, en cualquier caso, la democracia y la libertad. Esta vinculación o, por mejor decir, identificación de la figura del lehendakari con los valores patrióticos y democráticos la invistió de un poder simbólico del que el paso del tiempo no ha logrado todavía despojarla del todo.
La segunda circunstancia fue la persona que, en aquellos días convulsos, se hizo cargo de la institución, hasta prácticamente confundirse con ella: José Antonio de Agirre y Lekube. Lideró la guerra con más voluntad que medios, aceptó la derrota con más dignidad que amargura, mantuvo alta la moral de sus compañeros de gobierno en un exilio tan prolongado como incierto, dio a conocer e hizo respetar en el mundo el nombre de los vascos y, quizá sobre todo, dejó, tras su prematura muerte, un recuerdo imborrable de ejemplaridad en lo político y en lo personal. Fue, para los vencidos, un referente de comportamiento democrático y, para todos, un hombre respetable.
No puede ocultarse, sin embargo, que fueron también esas circunstancias históricas, así como, sobre todo, la interpretación que de ellas se hizo a lo largo, y a causa, de la dictadura, las que han teñido la institución de lehendakari de tintes estrictamente nacionalistas. Pese a la pluralidad de los gobiernos vascos de la guerra y el exilio, y pese a la plural participación política en batallones y milicias, el imaginario nacionalista ha logrado apropiarse de una figura que quien la encarnó por primera vez quiso, más que nadie, que fuera de todos. Por eso mismo, aquella Euskadi que nació de un Estatuto de Autonomía que debió su existencia tanto al socialista Indalecio Prieto como al nacionalista José Antonio Agirre no se escandalizaría tanto como parece hacerlo ésta de hoy al ver investido lehendakari a un socialista como Patxi López. Le desearía, más bien, y de todo corazón, que ejerza su cargo con la misma dignidad que quien lo inauguró.
José Luis Zubizarreta, EL CORREO, 5/5/2009