Ser y no ser Bélgica

ABC 27/03/16
IGNACIO CAMACHO

· Premisa mayor: la seguridad belga ha sido una chapuza, pero la culpa de la matanza es de los que pusieron las bombas

ESA frase de moda, todos somos Bruselas, o todos somos París, debería significar algo más que empatía moral con las víctimas de una masacre. Porque, si esa identificación es sincera y no sólo retórica, supone aceptar la hipótesis probable de que cualquiera de nosotros puede sufrir en cualquier momento y en cualquier parte un atentado. Que existe la posibilidad verosímil, creíble, objetiva, de convertirnos en el próximo capítulo de esta matanza secuenciada. Y por eso, más allá de la solidaridad emotiva, la pregunta que cabe formular es qué estamos dispuestos a hacer para evitarlo.

Mi amigo Javier Caraballo ha escrito con lucidez que lo único que funciona bien tras cada nueva hecatombe son los protocolos de condolencia, ese resorte sentimental y un poco adolescente que cubre las plazas de flores y velas y llena de idealismo lírico las redes sociales. Pero toda esa empalagosa energía emocional no va a salvar a Europa del designio exterminador decretado por el yihadismo; es menester actuar con determinación de autodefensa. No se trata de repartir armas para organizar una cruzada contra ISIS, sino de que la democracia se cohesione en una voluntad popular de lucha integral, en todos los campos, sin apocamientos, ni grietas ni menoscabos. Y de que la sociedad ejerza la influencia que en un régimen de opinión pública tienen sobre las decisiones políticas los estados de ánimo.

Para no acabar siendo de verdad Bélgica lo primero que hay que hacer es no parecerse a Bélgica, cuya estructura policial ha sido un colador y cuya multiculturalidad social ha convertido el país en la capital de la yihad europea. Sin embargo, el necesario debate sobre los fallos de prevención y de inteligencia corre el riesgo de sobrepasar, en un bucle típico de la política posmoderna, el ámbito de la eficacia técnica en el combate antiterrorista para deslizarse hacia un argumento inculpatorio de las autoridades, sobre las que nuestra cultura de la queja tiende a depositar una responsabilidad desenfocada que a la postre resulta de alguna forma atenuante para los criminales. Ante la tentación de ajustar cuentas y aprovechar el shock crítico para apedrear a un gobierno –ya ocurrió en España– conviene subrayar las premisas mayores: la seguridad belga ha resultado una chapuza, pero la culpa de las bombas es sólo y exclusivamente de los que las pusieron.

No vayamos, pues, a equivocarnos. Ni Occidente es culpable remoto ni inmediato, como sostiene la extrema izquierda, ni los errores de vigilancia de algún estado incompetente pueden minorar siquiera un ápice la confianza moral necesaria para afrontar una guerra. Porque esto es una guerra, en la que, por cierto, el enemigo no hace prisioneros. Es la Tercera Guerra Mundial y para ganarla hace falta interiorizar la convicción de que no la queremos perder. Que no está tan claro. Y si lo está, deberíamos empezar a demostrarlo.