A ver, queridos, dejaos de postureo semántico y de complejos improcedentes, que ya no tenéis edad. No os contagiéis de ese lenguaje tramposo y pueril que fabrican los ilusionistas de Moncloa. Llamemos a las cosas por su nombre. Será legal, pero no es legítima. Me refiero a la investidura. Así define “legítimo” la RAE: “1) Conforme a las leyes; 2) Lícito (justo); 3) Cierto, verdadero y genuino en cualquier línea”. De acuerdo con estas tres acepciones, ¿es legítima la investidura de Pedro Sánchez? Veamos.
Ateniéndonos a la literalidad de la Real Academia no es legítimo (1) adaptar las leyes a tus particulares intereses, (2) tomar decisiones injustas, y (3) conservar el poder contraviniendo tus promesas y traicionando tus convicciones (sic). La investidura tampoco es legítima por cuanto, como ha evidenciado Tomás de la Quadra, descansa en un acuerdo, la amnistía, que no reprueba la “ilegitimidad del intento de golpe de Estado” ni “niega toda legalidad y validez” a los instrumentos utilizados por el separatismo: las decisiones del Parlament del 6 y 7 de septiembre de 2017 contrarias a la Constitución y el Estatut, el referéndum del 1-O y la declaración de independencia, entre otros.
Además de inconstitucional (no he escuchado a ningún jurista no alineado, de prestigio y realmente neutral, defender nítidamente su constitucionalidad), la ley de amnistía es inmoral, es falaz y es antidemocrática. Inmoral porque la han dictado sus beneficiarios, que por si fuera poco amenazan con reincidir; es falaz al apoyarse en interpretaciones sesgadas de la doctrina constitucional y en groseras manipulaciones del Derecho comparado (por ejemplo, la Constitución portuguesa, citada en la exposición de motivos, excluye en su mención a los supuestos de amnistía los delitos contra la soberanía nacional y la corrupción); y es antidemocrática porque pretende cancelar la autonomía del Tribunal Constitucional y somete a los jueces, cuando menos, a una coacción intolerable.
Pero Sánchez no es el único culpable. Están los que se pasan la vida amagando, manifiesto tras manifiesto, pero siguen sin dar el único paso que ayudaría a poner fin a este irresponsable desistimiento
No, ninguna legitimidad, aunque no sé por qué tanto pasmo. A estas alturas lo de Pedro Sánchez no debería sorprender a nadie. Llevamos años verificando la conversión de su partido en un sindicato vertical en el que se han desterrado definitivamente la pluralidad y el debate (el “mudo y servicial Comité Federal”, que diría Cosculluela); en una plataforma sectaria que en nada se parece a aquella organización que jugó un papel determinante en la democratización y modernización del país. Y nada tiene de sorprendente que, en este nuevo capítulo de su fatídica trayectoria, y para poder optar a otros cuatro años de caudillaje, Sánchez haya tomado la decisión de borrar definitivamente las últimas huellas del partido que fundara el tipógrafo Pablo Iglesias Posse.
Pero Sánchez no es el único culpable. Casi diría que ni siquiera el principal. Hay otros, empezando por los que en este tiempo no han movido un dedo para evitar la demolición. Los que una y otra vez han confiado en que llegaría la enmienda y hoy depositan sus esperanzas en que lo de la amnistía sea solo un espejismo y que el tahúr acabe engañando a Puigdemont. Infelices. Luego están los que se pasan la vida amagando: debate tras debate, manifiesto tras manifiesto, terapia grupal va terapia viene, pero siguen sin dar el único paso que ayudaría a poner fin a este irresponsable desistimiento. Llámese como se quiera: agrupación de electores, partido, pero urge ponerse a la tarea.
Lópeces sin criterio
Algunos dirán que es demasiado tarde. Al revés. Es este el preciso momento, cuando el PSOE ha decidido suicidarse, en el que construir un refugio para la legión de los que se dicen huérfanos. Y para algunos más. Es ahora cuando los González, Guerra, Redondo, Méndez, Borbolla, Rojo o Bofill deben actuar en consecuencia y no sólo desentenderse públicamente del proyecto cesarista de Sánchez, sino combatirlo abiertamente, para, en su caso, prestar su apoyo a una nueva alternativa de centro-izquierda que dé la batalla en las elecciones europeas de junio y devuelva la esperanza a muchos españoles que asisten horrorizados a la demolición de un territorio de concordia y entendimiento entre diferentes, y que en estos días no han encontrado ni van a encontrar tarima a la que subirse, que no sea la de la derecha, para expresar su desacuerdo en la calle.
Es ahora cuando los que critican al déspota en privado pero siguen refugiados en sus zonas de confort, gozando incluso de privilegios otorgados por aquél a quien cuestionan a cambio de su silencio (de momento no voy a dar nombres, pero ellos/as saben), renuncien a esas prebendas y alcen la voz.
Hay más culpables, claro. Nosotros, los ciudadanos, los periodistas, que nos hemos dejado arrastrar por esa corriente de resentimiento que ha expulsado de la política a los más brillantes, a la entera sociedad civil, convirtiendo aquella en un coto privado de los partidos. Hemos dejado que lo ocuparan todo. Hoy, la manera más segura de progresar en la vida es hacerte cuanto antes con el carné de un partido. Y eso es lo que hay: empleados del Napoleoncito de turno, lópeces sin fuste que mudan de criterio con desvergonzada facilidad, vividores indoctos cuya única posibilidad de promoción, incluso de supervivencia, está en manos del dueño de la caja. Diputados y diputadas que hoy prescindirán de la protección que brinda la Constitución a su autonomía de criterio y aparcarán la autoestima para convalidar un gobierno que debilita el Estado y propone como método de gestión política la confrontación y el deterioro de la convivencia.
Arranca una legislatura cuya estabilidad se va a basar en la deslegitimación de la alternancia y en la que de cumplirse los pactos con el independentismo el daño ocasionado a la soberanía nacional será irreparable
En su magnífico Los españoles (Revista de Occidente, 1963), Julián Marías reflexiona sobre las grandes virtudes y no menores defectos de “esta vieja raza que a pesar de sus esfuerzos nunca ha conseguido destruirse ni decaer enteramente”. Y entre estos últimos, los defectos, señala uno que ha marcado nuestra historia: “El español ha sido siempre -y es todavía- uno de los hombres más fácilmente dispuestos a jugarse la vida; la historia entera de España lo atestigua. Pero tiene cierta pereza a jugarse algo que sea menos que la vida”.
Así ha sido; y así es. Solemos dejar que las cosas vayan demasiado lejos. No nos estamos jugando la vida, pero sí elementos básicos de la democracia. No es retórica. Arranca una legislatura cuya estabilidad se va a basar en la deslegitimación de la oposición y la alternancia y en la que de cumplirse los pactos sellados con el independentismo el daño ocasionado a la soberanía nacional será irreparable. No cabe la pereza. Tampoco cabe la furia. Solo hay sitio para la democracia.
El “afrancesado” Moratín, citado también por Marías, escribió en 1821 desde Francia, adonde se expatria para sortear a la Inquisición: “Mi carácter es la moderación; no hallo razón ni justicia en los extremos; los tontos me cansan y los malvados me irritan. No quisiera hallar estas clases de gentes donde hubiese de vivir”. Ese es hoy el mayor problema de España: la cantidad de extremistas, tontos y malvados de segunda fila que se disponen a fijar el rumbo del país.