Rubén Amón-El Confidencial
- El presidente debería permitir a sus barones y alcaldes prodigarse en una campaña de libertad y derecho a crítica, pero es muy posible que prevalezca una contraproducente disciplina al sanchismo
Pedro Sánchez, ¿suma o resta en las elecciones de primavera? La pregunta se la hizo Carlos Alsina a Ximo Puig en Más de uno. Y el titubeo del presidente valenciano decantaba la segunda hipótesis. No podía Puig renegar explícitamente del boss pese a haber declarado la guerra del agua. Ni falta que hacía. Pero necesita diferenciarse de Sánchez. Y evitar que el presidente del Gobierno acuda a apoyarlo durante la campaña. Porque hacerlo significa perjudicarlo, intoxicar sus intereses.
Es la situación que identifica a los demás alcaldes y presidentes autonómicos. La investidura de Sánchez y la bandera del PSOE proporcionaron a todos ellos viento de cola en los últimos comicios locales y regionales, pero el desgaste del sanchismo les perjudica sobremanera en la cita de mayo. Y no solo a los que abjuran abiertamente de las concesiones de Sánchez al soberanismo —Lambán, Page y un poco menos Puig—, sino todos los demás candidatos a quienes amordaza la lealtad a un discurso presidencial cuya degradación —la reforma a medida de la malversación y la sedición, el compadreo con Bildu— contraindica o malogra sus aspiraciones.
Le resultaría a Sánchez más interesante y más propicio conceder márgenes de libertad y de discrepancia a sus gallos regionales. Permitirles un periodo de gracia. Y dejarles explorar todos los límites de sus respectivas personalidades e ideas, incluso cuando colisionan con la línea editorial de la Moncloa o amenazan el integrismo que exige el ego de Pedro Sánchez.
Las elecciones primaverales se prefiguran como la primera vuelta de las generales. Sánchez necesita cortocircuitar el ciclo virtuoso del PP —Madrid, Castilla y León, Andalucía— y demostrar que las atrocidades de sus iniciativas políticas se amortiguan con los datos del empleo, la prosperidad de la economía y el cortejo obsceno a los pensionistas y a los funcionarios.
El problema de Sánchez no solo consiste en haber zaherido la sensibilidad de los votantes socialistas mesetarios (o levantinos), sino en adquirir consciencia de su propio desprestigio. Y asumir que su influencia en las elecciones de primavera resta bastante más de cuanto suma.
Le resultaría a Sánchez más interesante y más propicio conceder márgenes de libertad y de discrepancia a sus gallos regionales
Es el contexto en el que interviene el escarmiento del narcisismo. Pedro Sánchez ha convertido en dogma presidencial la sobreestimación de sus cualidades, el culto a la personalidad y toda la disciplina que sobrentienden la devoción y la admiración de su figura. Se explican así mejor la obstinación con que depura la discrepancia, la dimensión cesarista de la legislatura y la noción autoritaria con que dirige la maquinaria del Partido Socialista.
El planteamiento le ha dado buen resultado en las emergencias parlamentarias. Han tragado sus camaradas con el soborno hiperbólico de los socios indepes. Y han condescendido con los renglones torcidos del manual de resistencia, pero el compromiso electoral de mayo aloja unas condiciones escasamente compatibles con la belleza de Narciso.
La duda que se le presenta a Sánchez consiste en transigir con la soberanía de sus candidatos o en someterlos a la rigidez de la doctrina personalista. Reviste mucha relevancia la incertidumbre, porque delimita una cuestión de intereses. Si prevalecen los del PSOE, Sánchez debería distanciarse de la campaña y tolerar un periodo de excepción que consienta a los barones y a los alcaldables apurar sus cualidades y sus credos. Empezando por el desafío que implica marcar distancias con el discurso incendiario del patrón.
La segunda hipótesis convoca la tolerancia de Sánchez a la crítica, la discrepancia y la deslealtad temporal. No debe resultarle sencillo admitir que su presencia en los mítines es un problema, ni someterse al cuestionamiento circunstancial de su liderazgo. Menos aparecen Sánchez y las siglas del PSOE, más prosperarían las opciones del socialismo.
La paradoja refleja una oportunidad para Sánchez en su propia capacidad adaptativa. Lo más astuto e inteligente sería liberar a sus candidatos, permitirles desvariar, bien porque la victoria de Puig o de Page es su victoria, o bien porque la primera vuelta de mayo define el estado de ánimo y las condiciones con que luego sobrevendrán las elecciones generales.
No debe resultarle sencillo admitir que su presencia en los mítines es un problema, ni someterse al cuestionamiento de su liderazgo
La volatilidad de Sánchez y la ausencia de valores o de principios tendrían que facilitar semejante principio de transigencia, la oportunidad, si no fuera porque la duda de la que hablamos no alude a las cuestiones estratégicas ni políticas, sino a las características de la personalidad, de la naturaleza. Y es precisamente en ese terreno donde viene a demostrarse que el principal enemigo de Pedro Sánchez no es Feijóo ni Iglesias, sino él mismo. ¿Cuánto está dispuesto Sánchez a abdicar unos meses de su narcisismo patológico? ¿Cuántos riesgos está dispuesto a gestionar haciendo pesar su megalomanía, incluso cuando el desenlace del ardid le perjudica?
La cuestión deriva a la moraleja del mito grecolatino. Tan enamorado estaba Narciso de sí mismo y tanto recelaba del criterio ajeno, que terminó ahogándose en el reflejo de su propia imagen.