- ¿Puede el terrorista de Estado Putin, después de esto, seguir pretendiendo que defiende los valores cristianos?
Vuelvo de Sumy.
Con mi camarada Marc Roussel, filmamos, la semana pasada, esta hermosa y gran ciudad. 250.000 habitantes antes de la guerra, casi el mismo número hoy. Porque sus habitantes no se han ido, se mantienen firmes, resisten.
Vimos a las mujeres en el mercado, a los estudiantes en la biblioteca de la universidad, a los niños en el jardín infantil, a los transeúntes disfrutando, con una despreocupación calculada, de las primeras alegrías de la primavera. El tranvía de Walter Benjamin, los pasajes de Charles Baudelaire, la iglesia católica de la Santísima Trinidad, las tres iglesias ortodoxas.
Cenamos en el restaurante Sazha con intelectuales ucranianos que se toman el tiempo para interesarse por la vida de las ideas. Conversamos con un cineasta que prepara un documental sobre la guerra que arrasa su ciudad. Filmamos el frente y la red antidrón que cubre la última carretera antes de Rusia.
Vimos a patriotas de la ciudad, de Ucrania, de Europa, recogerse ante las tumbas de amigos caídos en combate. Se oía el ruido de los drones y, a lo lejos, el de los obuses. Los funcionarios municipales susurraban «apurémonos, apurémonos… nada de aglomeraciones… es un blanco para el enemigo…». Pero se tomaban su tiempo. No iban a dejarse dictar su ley por mercenarios norcoreanos o chinos venidos de Pokrovsk.
Me encantó esta ciudad.
Me gustó que se mantuviera erguida y valiente.
Fue hace ocho días y admiré su aire de pequeña capital.
Y luego, al volver a París, llegaron esas imágenes.
Fue Andriy Yermak, el condestable del presidente, el más fiel entre los fieles, el primero –cuando llegue el momento– en el orden de los compañeros de la liberación de Ucrania, quien me las envió de inmediato.
La calle Petropavlivska ensangrentada.
Los sudarios negros, o de color plata y oro porque eran mantas térmicas, alineados frente al palacio Sumovskykh, cuya fachada de estilo habsburgo me había encantado, tornándose verde al amanecer y al anochecer.
Los rostros depurados de los cadáveres que no se alcanzaron a cubrir y que, en la imagen fija, parecen aún palpitar. Esa figura doblada en dos, en un gesto inacabado, sobre el asiento del tranvía, del cual una parte del techo salió volando.
Ese edificio que me parece reconocer y del cual sólo queda, en la foto, un ascensor con puertas de acero ennegrecidas por las llamas.
Los coches en llamas que me recuerdan a los de la avenida Marsala Tita, en Sarajevo, en los días de grandes bombardeos.
Los equipos de bomberos corriendo en todas direcciones, parecían perdidos, y tuve la impresión de reencontrar las mangueras de la noche en que se quemó la biblioteca de la capital bosnia.
Y una pancarta pomposa de la que no queda, colgada en un balcón, más que un jirón.
Y los muertos, otra vez los muertos, al menos 35. 119 heridos, algunos abrazados, y su inmenso dolor.
¿La guerra? ¡No, una carnicería! ¡y un crimen! ¡Un crimen contra la humanidad!, como lo dijo de inmediato el presidente Zelenski, que en todas las circunstancias encuentra la palabra justa: «Sólo un canalla pudo hacer esto.»
A menudo, en una guerra larga, hay un crimen de más.
En Sarajevo, fue el ataque al mercado de Markale lo que conmovió el corazón de las almas nobles del mundo.
En Libia, fue la violencia con la que se reprimieron las manifestaciones anti-Gadafi en Bengasi y Trípoli.
En Sudán, quizás sea el descubrimiento, en estos días, de fosas comunes gigantes dejadas atrás por las tropas del ejército rebelde en su huida de Jartum.
La opinión pública se acostumbra, consiente, deja de ver el horror diario y sigiloso. Lo acepta como una nueva forma del orden de las cosas, apenas si cree en ello. Y luego llega el crimen de más, el evento extraordinario y monstruoso. Y deja al mundo incrédulo y luego indignado.
Quizás la matanza de Sumy sea ese crimen de más.
Quizás provoque ese estremecimiento planetario que muchos esperamos desde hace tres años, y algunos desde hace once.
Quizás los cristianos del mundo y, en particular, los de América, no vean con buenos ojos que este acto de barbarie haya ocurrido un Domingo de Ramos, víspera de Pascua y celebración de la entrada de Jesús en Jerusalén.
¿No es un símbolo demasiado fuerte? ¿Puede el terrorista de Estado Putin, después de esto, seguir pretendiendo que defiende los valores cristianos?
Quizás Trump mismo diga, con lo que le queda de sinceridad: «Demasiado cinismo, demasiada sangre…» Y, con lo que le queda de honor: «Basta… Ya se han burlado bastante de mí… Le concedí todo a Putin… ratifiqué su relato nacional… Ahora, basta es basta… Humillaron a mis enviados personales que, por unas pocas horas, se encontraban en Moscú o San Petersburgo… Humillaron al artista del acuerdo que soy… A los Estados Unidos de América no se les humilla así…»
Rezo para que así sea.
En este otro día de Pascua, la judía, en el que escribo estas líneas, esa es mi esperanza: que ocurra el despertar, y que Ucrania, tan valiente, se libere por fin de los faraones.