Juan Carlos Girauta, ABC 06/01/13
Entre las consecuencias de la añeja penetración nacionalista, hay una que vengo observando con lupa; ha de haber gente pa to. Trátase de la pérdida del sentido de realidad en personas y grupos normalmente razonables. Un fruto de la larga y artificial tensión. En los primeros años de democracia, creí, joven inexperto, que el nacionalismo tendría poco recorrido en la Cataluña del último cuarto de siglo XX. (En cuanto al siglo XXI, nada opinaba; era un negociado de Stanley Kubrick.) El fracaso que preveía para los herederos de Prat de la Riba, Macià y Companys se basaba en una observación que entonces me parecía irrefutable: algunos elementos constitutivos del nacionalismo –digamos una mística del folclore, digamos un desplazamiento de lo político por lo sentimental– resultaban incompatibles con los rasgos definitorios de la «nueva» sociedad catalana, libérrima y varia. Me equivocaba en todo: tomaba por sociedad catalana a una cierta sociedad barcelonesa joven; el acento que Tarradellas puso en la ciudadanía, en lo civil, en lo democrático, y su recelo hacia los nacionalistas, era excepcional: sus sucesores han preferido, uno tras otro, parecerse a Lluís Companys; por fin, el progresismo hegemónico de entonces era también, en gran medida, folklórico y sentimental, estético, irreflexivo.
Con el correr de los años y de la inmersión ideológica, que es la inmersión clave, las premisas del nacionalismo se han impuesto con tal fuerza que el hecho de no comulgar con ellas constituye, cuando no un intolerable caso de «autoodio», una inexplicable anomalía o una reprobable provocación. Aquí asoma la patita totalitaria. Siendo el nacionalismo catalán declaradamente lingüístico, disentir en lengua catalana debiera resultar más confortable para todos, ¿no? Pues no: de hecho, resulta más irritante y se interpreta como una forma de traición. ¿Cuántas veces no habré tenido que oír o leer, después de alguna intervención televisiva, que «lo peor de todo» era que defendiera semejantes postulados en catalán?
Cantada de lo que se derivan dos conclusiones. Una, en el nuevo Estado que los nacionalistas quieren alumbrar no cabe la disidencia, tolerada mal que mal mientras Cataluña forma parte de España y está sometida a sus leyes y tribunales (más o menos). Dos, pocas cosas resaltarían más las contradicciones y la verdadera naturaleza del nacionalismo catalán que la puesta en marcha de un medio de comunicación potente decididamente constitucionalista, implacable con las trampas del establishment local… y en catalán. Alguna que otra cala he realizado entre inversores del sector –también antes de la crisis–, para obtener, como mucho, miradas de sorpresa y el clásico adjetivo de consuelo: «Interesante».
Como tantas veces ha ocurrido a lo largo de la historia, un proyecto político a largo plazo, intenso, impulsado por múltiples agentes incansables y obsesivos, acaba desbaratándose por razones inesperadas, ajenas a sus propias premisas. Este podría ser el caso del nacionalismo catalán una vez sus impulsores creen llegada la etapa culminante de la consecución de un Estado, objetivo inherente a todo nacionalismo lo sepa o no el señor Duran. Y la razón ajena a sus premisas se llama dinero. Partir y repartir. De ahí tanto esfuerzo en los últimos años por saltar del nacionalismo lingüístico al secesionismo financiero, con la matraca del expolio por delante. En menos de una semana, Cataluña ha perdido toda huella de seguridad jurídica, lo que inhabilita a sus dirigentes para cualquier cometido, no ya político sino de mera gestión del día a día. El desastre empezó el 27 de diciembre, cuando se cobró a Acciona casi 300 millones por una concesión que pensaban retirarle acto seguido. Había que pagar las últimas nóminas de 2012. Así reventará el globo.
Juan Carlos Girauta, ABC 06/01/13