- Les pitaron a todos; una falta de respeto hacia quienes venían a pagar su óbolo al electorado catalán del que tanto esperan
No es fácil despedirse dignamente. Decir adiós con una sonrisa exige aparcar muchas historias y afrontar que el ciclo de tu vida creativa ha llegado a su fin, que lo hecho y desecho ya no tiene arreglo ni propósito de enmienda, ni falta que hace; lo que pasó ya pasó. Trazar una raya y esperar que la vejez te sea benévola y no te obligue a sufrir. Ni arrepentimientos ni melancolías. Fue grande la despedida de Joan Manuel Serrat después de 60 años de pisar escenarios, musicales y de los otros. Saber hacerlo con dignidad es como entrar en un olimpo particular donde está reservado el derecho de admisión. Tres días después cumplía 79 años.
“Esta noche proclamo solemnemente mi adiós por voluntad propia”. Una broma de amigos adaptada a los acaparadores de nostalgias que se festejan a sí mismos con las lucecitas del móvil. 15 mil espectadores, la mayoría de la generación del medio siglo que mamó tanta mala leche como canciones descreídas, que hablaban del “Cambalache” de Santos Discépolo o el “camino verde que va a la ermita” después de soñar con “dos amores a la vez sin estar loco”. Serrat logró con un sentido recital resumir su trayectoria de curtido fajador y salió del escenario igual que entró, aunque más tranquilo, porque no todos los días uno se reta a enfrentarse a un adiós sin lágrimas ni gritos, como si bajara un momento a la calle, charlara de los viejos fantasmas con los vecinos, y luego volver a casa sin dejar heridas; una hazaña en la Barcelona que guarda la desazón como el único poso que acumuló el desmadre.
Se inició con su “Canción de bressol”, que tiene de canción de cuna lo mismo que un disparo en la guardería y donde la mezcla de catalán y castellano conserva algo de fuerza atávica, como el campo que da de comer y hace sufrir. Es curioso que tanto Serrat como su compañero generacional, Sabina, hayan dedicado canciones a la sórdida España de posguerra. Hay un hilo conductor entre “Temps era temps” de uno, y el “De grana y oro” del otro. Como cantantes no se parecen en casi nada, como personas en muy poco, pero están marcados por esa misma época donde convivían inseparables “Una, grande y libre” y las putas de Riscal. Tanto monta Barcelona como Madrid.
Se inició con su “Canción de bressol”, que tiene de canción de cuna lo mismo que un disparo en la guardería y donde la mezcla de catalán y castellano conserva algo de fuerza atávica, como el campo que da de comer y hace sufrir
Como si los comentaristas del evento se hubieran puesto de acuerdo -otra coincidencia generacional de ahora mismo, seguro- nadie hizo referencia al “La, la, la” del Dúo Dinámico-Massiel-Eurovisión que marcó un tiempo siniestro en el que se le convirtió en pieza de caza y que le llevaría al exilio mexicano años más tarde. Aquel abril de 1968, patético para los guardadores de las esencias del imaginario hispano del mayo parisino, fue lo único que traspasó el debate público. Un “La, la, la” sin barricadas y con una censura omnipresente. ¿Nos atreveríamos a rescatar los textos de los columnistas arrebatados de entonces? Desde el “Arriba” a “La Vanguardia”. Ahí estaban, eso me consta, los padres y abuelos de los chicos empoderados del “procés”, los que le gritarán ¡fascista!. Nuestro problema no es la falta de memoria histórica sino la reescritura de los nietos que ni siquiera mataron freudianamente al padre para quedarse con la herencia.
Hicieron acto de presencia en el evento los inevitables Pedro Sánchez y Señora -una pausa de Estado que facilita el Falcon- No sé por qué se quejan algunos, si está para eso; darle tiempo al estadista y que no se distraiga de su alta misión. El día anterior cumplió con el protocolo Aragonés y la Generalidat. Es pena que el ministro Albares tuviera que ir solo para evitar que una foto ampliada debilitara la imagen del mando. Como Miquel Iceta, sin mamá, que debe estar muy mayor la pobre. En la instantánea no cabrían ni Illa ni Collboni, candidatos del “dedazo”. El último día aprovechó el Gobierno, el penúltimo los socios. Algo así se estilaba en los circos romanos. Les pitaron a todos; una falta de respeto hacia quienes venían a pagar su óbolo al electorado catalán del que tanto esperan. Hasta un argentino -siempre aparece un porteño para hacerse un hueco en la historia jaleando a Maradona, a Messi, a Perón o a la Kichner – exhibió una enseña nacional de manera ostentosa.
Hicieron acto de presencia en el evento los inevitables Pedro Sánchez y Señora -una pausa de Estado que facilita el Falcon- No sé por qué se quejan algunos, si está para eso; darle tiempo al estadista y que no se distraiga de su alta misión
Es decir, que la única bandera de la jornada la sacó un hooligan aventado en el patio de butacas y era la de Argentina. Todo por “Juanito”, que así le llaman en Buenos Aires los adictos. Ni en un día pueden gozar tranquilos los fieles de la manada. “Juanito, qué grande sos”.
Nadie tampoco quiso reseñar el momento en que algunos desde el graderío le pidieron que cambiara de lengua en un discurso. Lo solventó sin alharaca: “Sí, vamos a hacerlo en castellano porque así nos entendemos todos” y siguió su recital mezclando lenguas y épocas y sensibilidades. Mis preferencias van hacia las primeras canciones en catalán, las de los 60, quizá también porque me evocan el esfuerzo que hacíamos por aprender en aquellos “singles” algo de una lengua a la que respetábamos y de la que nos sentíamos solidarios, aunque analfabetos.
Resultó una hermosa noche donde cada cual se acompañó de los recuerdos, sin melancolía, porque nadie que haya vivido intensamente aquella época es capaz de entonar grandilocuencias. Se limita a escuchar canciones que oyó, que trató de cantar y que ahora forman parte de un pasado que nadie que no sea un descerebrado se inclina a añorar.
Es incontestable que nuestros bardos no alcanzan el fuste poético y los recursos musicales de sus hermanos mayores, los Brel, Brassens, Ferré, Reggiani o Barbara, pero como eso ocurrió en otros campos de nuestra cultura, sería una desproporción ensañarnos con uno. Tampoco resulta justo decir, al modo de los germanos prepotentes y los napoleones del funcionariado, que el carácter marca el destino. Quizá sea más propio en nuestro caso hablar de cómo el destino decidió en buen parte nuestro carácter.
No hay tango tan despechado para asegurar que 50 años no son nada, sin embargo el recital de despedida de Joan Manuel Serrat exhibió con dignidad algo de lo que podemos sentirnos orgullosos: la humilde solemnidad de un canta autor que tuvo el talento de unir oyentes atentos y aviesos trepadores. Partícipes todos de la dignidad del que se despide sin otra pretensión que la de haber aportado un soplo de sensibilidad en una sociedad demasiado inclinada a la retórica.