Jon Juaristi-ABC

  • Tras cancelar la existencia de las almas, el Estado reclama la gestión exclusiva del destino de los cuerpos

A propósito de la sumisión histórica de una gran parte de los europeos al totalitarismo, Joaquín Puig de la Bellacasa me remite a una conferencia de Romano Guardini en el vigésimo aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial. En ‘El servicio al prójimo en peligro’ (1965), el teólogo alemán planteaba que, al contrario de lo que supone la opinión común acerca de una inclinación natural en el ser humano a socorrer al prójimo, el impulso voluntario a ayudar a otro que está en apuros, e incluso a sacrificar la vida propia en ese empeño, sólo se produce cuando el que peligra pertenece al que ofrece su ayuda. Para Guardini, los padres y los hijos, así como los esposos, se pertenecen mutuamente. Uno dice «mis padres» o «mis hijos», y «mi mujer» o «mi marido». El ámbito de copertenencia, la familia, implica un imperativo de ayuda que se toma como natural, aunque no lo sea. Más allá de ese ámbito, el imperativo se diluye.

Un biólogo que influyó lo suyo en Ortega (y en Julio Caro-Baroja), Jakob Johann von Uexküll, sostenía que todo organismo se siente protegido en el mundo que habitualmente percibe (Umwelt) y compelido, en reciprocidad, a protegerlo. Más allá comienza el círculo de lo amenazador, de los enemigos. Así funcionan también los seres humanos. Lo natural es la desconfianza, la sensación de molestia o de engorro que se experimenta cuando la solicitud de ayuda llega desde el círculo exterior.

Si este comportamiento natural ha cedido a un imperativo categórico universal, dice Guardini, no se debe a Kant, sino al Evangelio, que establece en la parábola del buen samaritano (Mateo, 22. 37 y ss.) el imperativo incondicionado de socorrer a cualquier ser humano en peligro, no por lo que ese ser humano valga por sí, sino porque encarna a Cristo. Todo acto de caridad renovaría, por tanto, el misterio de la Encarnación. Haberlo olvidado, sostiene Guardini, explicaría la gran tragedia de los pueblos que se sometieron a quienes prometían salvarlos mientras preparaban los grandes genocidios del siglo XX.

La idea, por supuesto, no es exclusiva de Guardini. Uno de los grandes visionarios de la misma época, Ivan Illich, sostuvo algo bastante parecido, aunque mucho más pesimista. Illich, sacerdote católico que tuvo muchos problemas con la jerarquía eclesial, veía la raíz misma del cristianismo en la acción del samaritano que «prolonga la Encarnación», dando a cada hombre una posibilidad no innata de libertad, es decir, de elegir a quien ayudar. Sin embargo, creía reconocer en la institucionalización de la caridad, que convierte el imperativo incondicionado en diezmo para sostener una burocracia asistencial, el modelo mismo del Estado como proveedor de servicios y administrador único de la economía de la muerte. Cancelada la existencia de las almas, el Estado se ocupa eficazmente del destino de los cuerpos. El precio que exige a cambio es, claro está, la sumisión absoluta.