Jesús Prieto Mendaza-El Correo
- Es inaceptable el espectáculo ofrecido la pasada semana en el Congreso, que parece reivindicar lo peor de la condición humana
Finalizó la segunda sesión de investidura del candidato Alberto Núñez Feijóo, terminaron días intensos en el mismo centro neurálgico de la representación política de nuestro país: el Congreso. A buen seguro que ustedes ya habrán leído, escuchado y visionado sesudas reflexiones sobre si el voto del ‘diputat’ era ‘sí’ o era ‘no’; cientos de comentarios respecto al comportamiento del ‘dóberman’ socialista, al de la derecha faltona que tacha de cobarde al presidente u otros muchos que aluden a si el debate lo ha perdido Pedro Sánchez o si, en cambio, lo ha dilapidado el líder de la oposición. Pues bien, no esperen el mismo análisis por mi parte porque no lo voy a hacer.
Después de asistir a las sesiones y contemplar el espectáculo que allí se nos ofrecía, no puedo sino volver a incidir -llámenme pesado- en algo que de forma insistente he venido pidiendo a nuestra clase política desde que en febrero de 2019 publiqué en este periódico un artículo titulado ‘Fin a una legislatura enfangada’. Esto es, que nuestros representantes políticos asuman que una de sus funciones, además de legislar, debatir y acordar soluciones, es la pedagógica, y que, por lo tanto, son también referentes educativos para 48 millones de españoles y españolas.
Lo visto en los últimos días en el hemiciclo y fuera de él no hace sino evidenciar hasta dónde son capaces de llevar sus señorías la dejación de esa tarea tan fundamental en una sociedad democrática. En vez de ello, se manifiestan o enzarzan en broncas tabernarias, con un comportamiento zafio e hiriente más propio de sietemachos o bravucones. No es de extrañar que en ese ecosistema estéril para la ciudadanía -salvo para los muy ‘cafeteros’- se hayan instalado unos modos en los que el debate argumentado, ese que acepta repensar los planteamientos del diferente y analizarlos, es sustituido por otros en los que el discrepante es observado como un enemigo a batir, utilizando para ello la munición necesaria porque conseguir su fin -casi siempre, unido a mantener poder y estatus- justifica los medios, aunque estos sean propios de jactanciosos o balandrones.
Me niego a aceptar este espectáculo tan suicida, un ejemplo nefasto para la ciudadanía por parte de nuestros representantes electos, que parece reivindicar lo peor de nuestra condición humana, llama a una militancia pasional y no reflexiva que finalmente tensiona la vida social, como hemos podido comprobar con sucesos de acoso e intimidación a diferentes políticos.
Y me niego a aceptarlo porque, como dice Daniel Innerarity en su último libro, ‘La libertad democrática’, quienes están en el Parlamento no son unos cualesquiera: son quienes tienen mayor legitimidad democrática. Porque, ciertamente, elegimos a nuestros representantes políticos y no a nuestros funcionarios.
No estaría de más que por ello fueran conscientes de la importancia de las formas, aquello que algunos ingenuos todavía consideramos como cortesía parlamentaria, y que así volvieran a realizar su trabajo más relevante: debatir sobre lo realmente significativo para el país. Porque ¿han oído ustedes hablar de economía, de sanidad, de cohesión social, de educación? Yo, muy poco o nada. El autor antes mencionado cita a P. Valery cuando nos dice que «vivimos un régimen de sustituciones rápidas, la política está volcada en el corto plazo donde rige la lógica de la moda. La revolución o la planificación han sido sustituidas por la agitación y la improvisación. Qué poco duran las promesas y que frágiles son las alianzas en el carrusel político».
Quienes se han manifestado en sede parlamentaria, de todos los colores políticos y salvo contadas excepciones, han asumido un discurso de cerrar filas y, como recuerda de nuevo Innerarity, «han aceptado un cierto nivel de agresividad con el contrario para que no se diga de ellos que son unos flojos». «Pero es así como nos convertimos en unos flojos, pues el verdadero coraje reside en la autolimitación. No tiene pensamiento propio quien no desconfía del pensamiento propio».
No, no ha sido una sesión de investidura; ni siquiera ha sido una sesión de investidura fallida. Ha sido una sesión en la que, lejos de razonar, tan solo se ha intentado embestir al contrario. A lo que realmente hemos asistido ha sido a una sesión de ‘embestidura’. Seguimos enfangados, tan triste como cierto.