FERNANDO SAVATER-EL PAÍS

  • Los herejes e incrédulos son condenados al infierno de la cancelación por otro episcopado no menos severo que el de antaño

Para quienes nacimos un poco perversos (o sea, para cualquiera) los libros edificantes pueden tener usos muy distintos de lo imaginado por sus piadosos autores. Así sucedió en mi adolescencia con Energía y pureza, un animoso alegato a favor de la castidad juvenil de Monseñor Tihamér Tóth, obispo húngaro de obra pastoral muy difundida. Su estilo vehemente no retrocedía ante metáforas demasiado pictóricas, como los lirios maculados en el lodazal, y se recreaba en un minucioso anecdotario de fechorías masturbatorias que más que ahuyentar los malos pensamientos encendía la imaginación. De ese catálogo solo recuerdo el caso de un muchacho tan adicto al vicio solitario que en la cama, después de los oportunos onanismos, se ataba al pene un hilo que activaba una campanilla para no desperdiciar una casual erección nocturna. ¡Eso es vocación! A mí los ejemplos pintorescos y castigos llameantes del Monseñor me ponían bastante, contra lo pretendido por él. Más adelante leí otra obra del mismo autor titulada Sé sobrio que no tuvo mejor suerte conmigo…

El error del obispo era convertir todo lo referente al placer sexual en una impía desviación recreativa de una herramienta destinada a la reproducción (dentro del matrimonio, claro). Ahora los inquisidores (y las inquisidoras, nuestras preciosas ridículas) han buscado sus dogmas en el extremo opuesto. El fundamento biológico es cosa desdeñable ante una autodeterminación de género que reconoce identidades señaladas por la mitad de las letras del alfabeto, todas amenazadas las pobrecillas, y que relega la reproducción a la artesanía del laboratorio. Los herejes e incrédulos son condenados al infierno de la cancelación por otro episcopado no menos severo que el de antaño. Ande, lean El laberinto del género de Pablo de Lora (Alianza) y aprendan a reírse de los catecismos.