Jon Juaristi, ABC, 11/3/12
En lo tocante a la lengua, Stalin era un prodigio de cultura si se le compara con nuestros progres
ENTRE las reacciones al informe de Ignacio Bosque sobre las guías de uso no sexista de la lengua, me parece muy curiosa la de Juan José Millás que publicaba El País del pasado viernes y que comienza así: «Los sabios proclaman con énfasis que la lengua es un ser vivo y luego le niegan el principal atributo de los seres vivos: el sexo». Es obvio que cuando los sabios se refieren a la vida de la lengua utilizan un lenguaje figurado, como cuando se habla de la vida media de los calcetines de perlé o de la cal viva. Todos, sin necesidad de ser sabios, recurrimos de continuo a metáforas animistas, pero no se nos ocurre pensar que el mar sea de verdad traicionero o el invierno inclemente. Los únicos que creen que las lenguas pueden estar tan vivas o muertas como un señor de Hoyo de Manzanares son los nacionalistas, y quizá don Juan José Millás.
Por otra parte, el principal atributo de los seres vivos, como su nombre indica, no es el sexo, sino la vida misma. Las especies sexuadas son minoritarias. Una gran mayoría de la biomasa ignora las delicias y los sufrimientos del sexo, y se reproduce por mitosis, partenogénesis o esporas, con el consiguiente ahorro en psicoanalistas. Pero a Millás, metido en faena, no hay quien lo pare, y de la biología pasa sin transiciones apreciables a la antropología: «Está además ese raro empeño de los gramáticos en demostrar que el pensamiento dominante de la tribu no deja rastros en sus usos lingüísticos». No conozco un solo gramático que mantenga semejante chorrada, y es que una cosa es la lengua y otra el uso que se hace de ella, lo que, al contrario de lo que cree Millás, no parece afectar demasiado a las categorías gramaticales. Los usos influyen en los usos, los modifican o los congelan, pero no subvierten la lengua. Una segunda persona del plural se podrá emplear para dirigirse a un interlocutor singular con sentido de respeto y deferencia o para abolir distancias, como en el voseo rioplatense o brasilero, pero no dejará de ser una segunda persona del plural. La categoría gramatical de género no existe en lenguas como el inglés o el vasco, pero no parece que ello tenga que ver con un índice mayor o menor de sexismo en las costumbres sociales de Bristol, Beasain o Guadalajara.
Millás guarda para el final su argumento más fuerte. Si la lengua no refleja el hecho de que en España, según Millás, las mujeres no dirigen periódicos ni bancos y están peor pagadas que los hombres por los mismos trabajos (en el vareo de la aceituna, intuyo), habrá que inferir que, además de un ser vivo sin sexo, la lengua es «una» psicópata a punto de convertirse en «un» asesino en serie. Me perdonará Millás (o no), pero me inspiran mayor prevención los que suponen esto de la lengua que la lengua misma, carente, en efecto, de sexo, de pasiones y hasta de inconsciente. Hay quien ve sexo en los movimientos de todo émbolo, hasta en el tañedor de zambomba. O en el pitorro del botijo. Lo de insinuar que a la lengua hay que tratarla con viagra o castración química, que ya no me aclaro de a dónde quiere llegar Juan José Millás, me parece un síntoma mucho más preocupante. Y es que, en lo tocante a la lengua, Stalin era un modelo de cordura si se le compara con nuestros progres.
Jon Juaristi, ABC, 11/3/12