José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
El Rey por el llamado «efecto de comparación descendente» sostiene su valoración tras haber roto con su padre, su hermana y renovado la institución. Pero sigue teniendo tarea
La Revolución Gloriosa de 1868 destronó a la reina Isabel II y la envió al exilio francés, iniciándose en España el sexenio democrático. El general Prim y el almirante Topete se sublevaron en Cádiz contra la monarquía horadada por un comportamiento frívolo y derrochador de la soberana y por su conducta que se juzgó “desordenada”. Los sublevados gritaron entonces “¡Viva España con honra!”. Sin embargo, y hasta más adelante, no se proclamó la I República.
Antes se intentó una regencia por el general Francisco Serrano hasta que en 1871 el Congreso eligió otro rey, Amadeo de Saboya, que ocupó el trono de España hasta 1873. Emilio Castelar, republicano federal, le advirtió en la primera sesión de las Cortes: “Visto el estado de la opinión, vuestra majestad debe irse, como se hubiera ido Leopoldo de Bélgica, no sea que tenga un fin parecido al de Maximiliano de México” (que fue fusilado en 1867). Y sí, se marchó.
La I República naufragó sin llegar a disponer de constitución federal. Sobrevino un caos que resolvieron el pronunciamiento monárquico del general Martínez Campos en 1874 restableciendo a Alfonso XII en el trono y el nuevo constitucionalismo de Cánovas del Castillo, un conservador borbónico que apadrinó la Carta Magna de 1876 bajo la que reinó el hijo de Isabel II y su nieto Alfonso XIII —un soberano con tendencia ludópata y mujeriego sin rebozo— y al amparo de cuyos mandatos se desarrolló el régimen de la Restauración que acabó con la proclamación de la II República en 1931.
Desde antes de Isabel II hasta Juan Carlos I se produce una anomalía: los reyes Borbones españoles, nacen en un país y mueren en otro
Esa anomalía de los reyes Borbones es un canon que constata dos variables permanentes en la historia de España: la primera consiste en que nuestros monarcas reiteran comportamientos, más personales que institucionales, que irritan a la sociedad española, destrozando incluso sus mejores acciones como estadistas, y la segunda, que pese a la facilidad con la que exiliamos y repatriamos reyes, la monarquía es una forma de Estado idiosincrática de nuestro país. Porque en España habrá pocos monárquicos de firme militancia, pero es también seguro que son escasos los auténticos republicanos. Solo siete años de vigencia republicana en siglos de devenir histórico español ofrecen un dato esclarecedor al respecto.
A la mayoría “perturban” e “inquietan” las informaciones sobre los comportamientos de Juan Carlos I que están siendo escrutados por la Fiscalía del Tribunal Supremo. El rey emérito ha sido un gran estadista en momentos cruciales de nuestra historia. Una apreciación compatible con la constatación simultánea de que también a él se le cruzaron las peores pulsiones borbónicas, debilidades muy humanas que un monarca no puede permitirse porque su función es la ejemplaridad y su misión la utilidad. Y menos cuando la legitimidad que cuenta es la de desempeño o de ejercicio, no tanto la de origen, por legal que sea. Esa la ha perdido “a posteriori” según el detalle de las informaciones contrastadas por este diario y según las cuales entre 2008 y 2012 dispuso de forma opaca de parte de los fondos que, en supuesto modo de donación, recibió —también sin declararlos— de Arabia Saudí.
Sin embargo, no se puede inferir que el comportamiento tan irregular del rey abdicado “contagie” irremediablemente a la Corona y deteriore la reputación de su hijo, Felipe VI, aunque es evidente que no ha favorecido ni a la institución ni a su heredero. Juan Carlos I abdicó y asumió así su responsabilidad política. La que ahora se dilucida es la penal, si la hubiere, en función del alcance de la inviolabilidad constitucional que le protegió hasta el 19 de junio de 2014, cuya alteración —planteada por el presidente del Gobierno— requiere de una reforma de la Constitución con la imprescindible colaboración del PP.
Los sociólogos consultados para elaborar este análisis coinciden con ligeras variantes en que Felipe VI podría estar protegiéndose por el denominado “efecto de comparación descendente” formulado por León Festinger en 1954 según el cual se produce “un reforzamiento de la figura que se evalúa resultante de la comparación con la valoración predominante respecto del entorno que sirve de marco de referencia.” En otras palabras: Felipe VI estaría sosteniendo su valoración ciudadana en la medida en que su comportamiento, por comparación, es superior en probidad, seriedad y rigor, no solo al de su padre, sino respecto al de la clase dirigente. Por otra parte, resulta notorio que en lo temperamental y en lo característico, el rey está doblegando esos hábitos prepotentes de perdición histórica que desarbolaron a sus antecesores: el sexo y el dinero.
El Jefe del Estado –un gran desconocido en sus facetas más personales- está haciendo de la necesidad virtud. Y por eso, ha entendido la crisis que plantea su predecesor como una oportunidad para renovar la Corona: renuncia a una herencia contaminada, suspensión de la asignación presupuestaria a su padre, revocación del título ducal a su hermana, reducción del número de miembros de la familia real, incorporación de su Casa a los mandatos de la Ley de Transparencia, mantenimiento de una cuidada neutralidad política en una situación controvertida y perseverancia en una actitud de rigor que, por comparación, le consolida.
Pedro Sánchez sabe que añadir una diatriba sobre la forma de Estado es inasumible y así, mientras se distancia de Juan Carlos I, se acerca a Felipe VI. En todo caso y a la vista de la cíclica tendencia histórica a que la Corona padezca crisis de reputación sería adecuado plantear a medio plazo una actualización constitucional de la institución. Habría consenso para esa reforma —agravada y que exige disolución de las Cortes y referéndum— pero no para un vuelco republicano. Estado autonómico y monarquía parlamentaria, con el sistema de derechos y libertades, son factores esenciales del pacto constitucional de 1978.
Que Podemos e Iglesias pidan la renuncia de Felipe VI y un referéndum va de suyo. El verdadero peligro para la monarquía vendría de una nueva Agrupación al Servicio de la República integrada, como en los años que precedieron a la proclamación de la segunda, por miembros eminentes de la derecha liberal, intelectual e influyente, en conjunción con una izquierda de Estado que desista del pacto constitucional. Y, de momento, no es el caso. Entre otras razones porque Felipe VI está conjurando la ecuación (sexo-dinero) que llevó a la perdición a sus antecesores. Y lo está haciendo con frialdad y determinación. La historia es la mejor maestra.