EL MUNDO 07/07/14
JORGE DE ESTEBAN, Catedrático de Derecho Constitucional y Presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.
· El autor mantiene que el modelo autonómico ha fracasado y que se debió reformar a tiempo la Carta Magna
· Parafrasea al autor de ‘Macbeth’ y dice que la descentralización fue diseñada por «un idiota lleno de ruido y furia»
EL próximo día 9 de noviembre será, de no mediar un milagro, la fecha del fallecimiento de nuestro Estado de las Autonomías. En efecto, caben en teoría dos posibilidades ante esa cita histórica: por un lado, que se celebre el referéndum ilegal anunciado por Artur Más, lo cual es mucho suponer. Y, por otro, que no se pueda llevar a cabo ninguna consulta popular, incluso en los términos de la Ley que tramita el Parlament. Es más, aun admitiendo una tercera posibilidad, que entra dentro del ámbito de la ciencia ficción, esto es, que se celebrase el referéndum o la consulta de acuerdo con la legalidad y el permiso del Gobierno Central, tendría los mismos efectos, salvo un problemático resultado contrario a la independencia, que los dos primeros supuestos en lo que se refiere a la defunción del Estado de las Autonomías. Ya nada será igual.
Dicho de otro modo, el 9 de noviembre será una fecha decisiva para la comprobación de que el sistema autonómico que idearon los constituyentes en 1978, aunque puede haber tenido algunos efectos positivos, en conjunto ha sido un total fracaso. Lo cual es algo que no debería extrañar a nadie, porque no se puede construir unas pirámides, sin disponer antes de unos planos detallados y racionales de cómo debe hacerse. En principio, la idea de establecer en España un sistema descentralizado políticamente, respondía al intento de solucionar de una vez el viejo pleito de catalanes y vascos que se ha ido arrastrando durante siglo y medio. El problema de Galicia es diferente, porque aunque también existen partidos independentistas no solo son minoritarios, sino que prácticamente desde las primeras elecciones autonómicas en Galicia ha gobernado la mayor parte del tiempo el PP o el PSOE, con algún apoyo nacionalista. Por lo tanto, se trata de una situación diferente. La idea que mantenían los constituyentes era, por tanto, solucionar esencialmente el problema de catalanes y vascos y, en menor medida, de los gallegos. De este modo, cuando se redactó el artículo 2 de la Constitución se dice que «se reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que integran la Nación española y la solidaridad entre todas ellas». Nos encontramos aquí con un caso realmente único en el constitucionalismo mundial, pues se acepta que hay dos categorías de territorios, sin decir cuáles son unos y cuáles son otros. Pero además, como vamos a ver enseguida, la Constitución se va a referir constantemente a una categoría jurídico-política que no existía.
La mejor definición de lo que es nuestra Constitución, en lo que se refiere concretamente al sistema de descentralización política que adopta, puede ser la que William Shakespeare utilizó para referirse a la vida: «Un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no tiene ningún sentido». Ciertamente, desde que se aprobó la Constitución este era el panorama que se dibujaba en el futuro, si no se remediaba cuanto antes el que la Constitución permaneciera inacabada y, por tanto, fuera una norma imperfecta. Pues bien, dejando aparte el Título VIII, en donde las referencias a las futuras Comunidades Autónomas son constantes, existen además ocho artículos que nos hablan de algo inexistente cuando se aprueba la Constitución. Veamos cada uno de ellos rápidamente. El artículo 2.3 reconoce que «las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas». El artículo 4.2 indica que «se podrán reconocer banderas y enseñas propias de las Comunidades Autónomas». El artículo 61.1 establece que el Rey y, en su caso, el Príncipe heredero, «prestarán juramento de desempeñar fielmente sus funciones, guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes y respetar los derechos de los ciudadanos y de las Comunidades Autónomas». El artículo 69.5 señala que «las Comunidades Autónomas designarán además un senador y otro más por cada millón de habitantes de su respectivo territorio». El artículo 87.2 señala que «las Asambleas de las Comunidades Autónomas podrán solicitar del Gobierno la adopción de un proyecto de ley». El artículo 109 reconoce que las Cámaras y sus Comisiones podrán recabar información y ayuda «a cualesquiera autoridades del Estado y de las Comunidades Autónomas». El artículo 161.1.c atribuye al Tribunal Constitucional «los conflictos de competencia entre el Estado y las Comunidades Autónomas o de las estas entre sí». Y, por último, el artículo 162.1. a concede a «los órganos colegiados ejecutivos de las Comunidades Autónomas y, en su caso, las Asambleas de las mismas» la legitimación para interponer el recurso de inconstitucionalidad.
A la vista de lo que acabo de señalar uno se queda absolutamente perplejo, porque se está mencionando una categoría jurídica absolutamente fantasmagórica, puesto que no se sabía en ese momento cuántas ni cuáles Comunidades Autónomas habría en España, ni siquiera si corresponderían a cada región tradicional o incluso a las llamadas «preautonomías», porque además la Constitución basándose en el principio dispositivo que se copió de la Constitución de 1931, se dejaba la iniciativa para convertirse en Comunidad Autónoma a diferentes territorios siempre que lo manifestasen. En segundo lugar, no había ningún rasgo tampoco para diferenciar claramente, entre las Comunidades Autónomas que se constituyeran, las que eran nacionalidades y las que eran regiones. Y para acabar la confusión absoluta el Título VIII decía en su artículo 148 cuáles eran las competencias propias de las Comunidades Autónomas, pero en el 149, aunque se reconocían las competencias exclusivas del Estado, en realidad no eran exclusivas porque podían ser transferidas también a alguna de las Comunidades Autónomas.
Ante tal confusión generalizada es realmente increíble que se incluyese en el artículo 61, la obligación para el Rey y el Príncipe heredero de respetar «los derechos de los ciudadanos y de las Comunidades Autónomas». En otras palabras, de haberse cumplido esta obligación por el Rey Juan Carlos I se le hubiera exigido que respetase los derechos de algo que no existía. No fue así, porque el Rey no juró la Constitución, al ser proclamado ante las Cortes generales años antes, cuándo ni siquiera había Constitución. Después se aceptó que no era necesario el juramento de la nueva Constitución, puesto que fue el propio Rey quien la sancionó. Pero si el padre no juró la Constitución, el hijo, es decir, el Rey Felipe VI la ha jurado dos veces: una primera cuando alcanzó la mayoría de edad y una segunda al ser proclamado Rey ante las Cortes generales el pasado día 19. La cuestión que se plantea entonces es hasta dónde alcanza lo que ha jurado el actual Rey, es decir, hasta dónde llega su obligación de hacer respetar los derechos de las Comunidades Autónomas, cuando dos de ellas quieren independizarse.
DESPUÉS DE todo lo que he expuesto, que no es más que repetición de lo que vengo diciendo hace 35 años, era fácil deducir que si no se adoptaba una decisión política para acabar el diseño del Estado de las Autonomías, cerrando definitivamente la Constitución, el desenlace de esta locura constitucional no podía ser otro que a la que estamos asistiendo en estos momentos y que periclitará definitivamente el 9 de noviembre pase lo que pase. ¿Se podía haber corregido las indecisiones y ambigüedades de la Constitución? Por supuesto, había dos alternativas que eran posibles: Una, por supuesto, era reformar la Constitución, a partir del momento en que ya habían reconocido las 17 Comunidades Autónomas y las dos Ciudades Autónomas, estableciendo claramente cuáles eran, así como las competencias que debían tener cada una de ellas, tanto si fuesen nacionalidades, como regiones, y las competencias indelegables del Estado.
Evidentemente, no se quiso hacer eso, porque en este país se considera que reformar la Constitución es como inyectar en la misma el virus del Ébola. Por consiguiente, la solución más fácil era la de haber llevado a cabo una Ley de Armonización de las Comunidades Autónomas, lo que se intentó con la llamada LOAPA. Pero como es sabido fracasó en parte y la consecuencia es que el Estado de las Autonomías se halla ya al margen de la Constitución, como se demuestra con la aprobación del Estatuto de Cataluña del año 2006, que no era solo inconstitucional, sino que además rompía la posibilidad de un Estado de las Autonomías, a causa del protagonismo absurdo que se les ha permitido a los partidos nacionalistas en la política nacional.
Sea lo que fuere, nos hayamos en este punto. Ningún Gobierno, incluido éste, ha hecho gran cosa –más bien al contrario– para solucionar el problema que se nos viene encima. Y será muy difícil que haya alguna mente prodigiosa para solucionar el conflicto. Porque, en definitiva, solo cabe escoger, si es que todavía hay tiempo, entre adoptar un Estado Federal que sea igual para todos o, por el contrario, recrear un nuevo Estado de las Autonomías para conceder a vascos y catalanes un tratamiento especial. Fuera de estas dos soluciones, nada está garantizado.