RAFAEL LEONISIO-EL CORREO

En Euskadi sabemos bien cómo el acoso envenena la convivencia, por lo que extraña el apoyo que reflejan algunas encuestas

Es inquietante, pero eso es lo que piensa la sociedad vasca. O, por lo menos, es lo que pensaba hace siete años, en un momento en el que los políticos acosados eran casi exclusivamente de una determinada tendencia. En mayo de 2013, cuando los escraches ya habían llegado a la sociedad española de la mano de colectivos que protestaban contra los recortes provocados por la crisis económica, el Euskobarómetro preguntó a la ciudadanía vasca por su opinión sobre ellos (datos disponibles en su página web). Los resultados fueron sorprendentes y nada alentadores teniendo en cuenta nuestros propios antecedentes.

Cuestionados sobre las presiones a políticos delante de instituciones, sedes de partidos e incluso de sus domicilios privados, la mitad de los ciudadanos de Euskadi (52%) creía que esas actuaciones eran legítimas. Para aproximadamente un tercio (34%) la legitimidad existía si se separaban la esfera pública y la privada: los políticos podían ser presionados, pero nunca en sus domicilios. Finalmente, para una pequeña minoría (12%) los representantes públicos no deberían recibir escraches en ningún ámbito.

En España, en los últimos tiempos quienes más vienen sufriendo el acoso son el vicepresidente segundo del Gobierno y la ministra de Igualdad en su domicilio de la sierra de Madrid. No es cierto, como se está diciendo desde medios y personas fines a Podemos, que sea el acoso más grave que hemos tenido en democracia. Unos cuantos miles de personas en Euskadi pueden dar fe de ello. Un lugar donde el acoso se traducía en amenazas de muerte, vivir con escolta, cócteles molotov en sus viviendas y, en los casos más graves, final trágico con un tiro en la nuca o una bomba lapa adosada en los bajos del coche. Sin embargo, eso no quita para que sea absolutamente intolerable que durante meses una turba se concentre delante del domicilio particular de una familia para insultarla, hacerle la vida imposible o simplemente molestarla en su ámbito privado. Que ambos sean miembros del Gobierno no justifica absolutamente nada. Es inadmisible ahora como debía haberlo sido antes.

En este caso hay mucha gente hablando de «karma». Quien siembra vientos recoge tempestades. Y es que los escracheados de hoy son los que ayer justificaban que se lo hicieran a otros (y a otras, claro). Basten tres ejemplos. Hace años una horda persiguió a Cristina Cifuentes, cuando era delegada del Gobierno del PP en Madrid, insultándola y escupiéndola y durante meses se manifestó delante del portal de su casa. Por esa época una muchedumbre rodeó la casa de la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría cuando esta se encontraba dentro con su bebé de pocos meses. Más recientemente, en un episodio absolutamente dantesco, la dirigente de Ciudadanos Begoña Villacís (embarazada de nueve meses), ante el riesgo de recibir una agresión física, tuvo que marcharse de una manifestación porque así lo decidieron quienes la rodeaban insultándola. Entonces era justificable. El «jarabe democrático». La voz de «los de abajo».

Sin embargo, el efecto boomerang no será solo para los de Podemos. No se parará ahí. Volverá a repetirse y quienes acosaban en el pasado serán acosados en el futuro. La espiral de odio continuará in crescendo y poco a poco, escrache a escrache, acoso a acoso, iremos construyendo una sociedad absolutamente insoportable, teniendo en cuenta además los malos tiempos que nos va a tocar vivir próximamente.

Sin embargo, creo que todavía estamos a tiempo. Urge tratar este tema como lo que es: un problema serio que puede afectar, y mucho, a la convivencia. Los partidos políticos, todos, deberían dar una respuesta unitaria, decir con claridad que el acoso no es tolerable y que no hay sitio en una sociedad civilizada y democrática para matones, sean estos del signo que sean. Tampoco estaría mal que quienes los alentaron en el pasado den cuenta de su error y digan que incitar esos comportamientos fue una terrible equivocación. Y que quienes ahora, visto quién los está sufriendo, los condenan con la boca pequeña -o incluso los estén celebrando con una media sonrisa- sean lo suficientemente contundentes.

Es obvio que ahora mismo tenemos problemas más urgentes que resolver y que existe la tentación de considerar esto un asunto menor al no haber habido consecuencias graves, ya que cuando ha habido agresiones físicas estas no han pasado a mayores. Pero no conviene minimizarlo.

Vivimos en una época de gran polarización política y la generalización de escraches no puede traer nada bueno. Acciones que en un principio son puntuales o afectan a muy poca gente pueden acabar envenenando definitivamente la convivencia social. En Euskadi lo hemos vivido. Y sabemos muy bien cómo acaba.