Ignacio Varela-El Confidencial
En esta ocasión, la indigna ley del silencio demoscópico entra en vigor no en el final de la campaña sino en el principio. Cuando los millones de indecisos se decidirán por fin
Una ley inicua, ventajista y anacrónica impide a los españoles conocer la tendencia del voto cuando se están decidiendo las elecciones. No a todos: los partidos políticos, algunos medios y ciertos ‘lobbies’ seguirán disponiendo de encuestas actualizadas para influir sobre el voto de la gente. Pero a los votantes les estará vedada esa información. Es tan absurdo como obligar a cortar la retransmisión de una carrera de caballos al entrar en la recta final o la de un partido de baloncesto durante los últimos cinco minutos, que es cuando todo se resuelve.
El plan del PSOE de Sánchez ha sido transparente: una convocatoria sorpresiva con el pretexto buscado de la derrota presupuestaria. Una precampaña anestesiada y todos los problemas centrales del país, empezando por el de Cataluña, al cajón. Una polarización bien bombeada, como si los dos únicos políticos del país fueran Sánchez y Abascal, que llevan meses tirándose paredes en recíproco beneficio mientras sus adversarios deambulan por el campo sin oler el balón.
La cosa se torció por la ineptitud de quienes, dirigiendo una campaña, no se tomaron la molestia de conocer la Ley Electoral. Así, por la obsesión de llevar a su jefe bajo palio hasta el 28-A, le han metido en un lío que para alguien como Sánchez es una pesadilla: dos debates en dos días seguidos, que abrirán y cerrarán esta campaña fantasmagórica. Y sin el burladero de Vox.
Le han metido en un lío que para alguien como Sánchez es una pesadilla: dos debates en dos días seguidos
Aun así, Sánchez no parará de evocar al ausente desde el principio al final. Estas elecciones no se habrían convocado sin la emergencia de Vox. El nuevo partido extremista que ha roto la derecha española es el pivote de la campaña de Sánchez, como Podemos fue el protagonista de la de Rajoy hace tres años. Es el juego irresponsable de alimentar a la criatura populista de la otra orilla para quebrar al adversario constitucionalista.
Sánchez tiene motivos para guarecerse de los debates electorales a campo abierto. La historia lo señala como el menos dotado de los cuatro para este tipo de duelos. Y no siendo el adversario directo de nadie, resulta ser el adversario de referencia de todos. Ninguno busca ya prioritariamente quitar votos al PSOE (más bien defender los propios), pero todos necesitan golpearlo para perfilarse adecuadamente ante sus clientelas.
No veremos dos debates, sino uno en dos tiempos. En ambos se escenificará una doble línea narrativa: por un lado, la primaria entre Casado y Rivera por el futuro liderazgo de la oposición, que es lo que realmente está en juego. Por otro, la convergencia de los tres, Iglesias, Rivera y Casado, en la tarea de demoler a Sánchez hurgando en su punto más vulnerable, que es la falta de fiabilidad de su persona.
Ni Sánchez ni el PSOE son de fiar, insistirá Iglesias, recuperando el mantra que lo propulsó en los debates de 2015. Cuando se los deja sueltos —dirá—, acaban casándose con la derecha y traicionando al pueblo. Por ello es necesario atarlos corto, y por eso Podemos exigirá estar en el próximo Gobierno, como única vacuna de garantía frente a la tentación desviacionista.
Rivera fundamentará sobre la misma base su autoimpuesto cinturón de castidad anti-PSOE. Explicará que no es posible pactar porque, simplemente, nadie puede confiar en Sánchez, ni siquiera los socialistas genuinos. Recordará que lo engañó a él, que engañó a Felipe González, al Parlamento en la moción de censura, que en estos meses ha engañado varias veces a Iglesias y que ahora engaña a los independentistas, insinuándoles ofertas que sabe que no podrá cumplir. Pintará la imagen de un aventurero dispuesto a cualquier cosa por el poder. Casado martilleará sobre el mismo clavo: Sánchez no es un gobernante fiable porque España le importa un comino, solo le importa su propia persona.
Casado martilleará sobre el mismo clavo: Sánchez no es un gobernante fiable porque España le importa un comino
El hecho de que esa imagen, aun caricaturizada, se aproxime peligrosamente a la realidad la hace aún más nociva para el retratado. Pero puede quedar neutralizada si, como suele ocurrir, sus rivales olvidan los sustantivos y se pasan en la dosis de los adjetivos.
Lo cierto es que esta campaña electoral, diseñada para no existir, ha despertado bruscamente cuando ya nadie la esperaba. Será la más breve de la historia: comenzará a las 22:00 del lunes en TVE y durará hasta la medianoche del martes en Atresmedia. Pasaremos los tres días siguientes digiriendo y comentando la jugada; y cuando queramos darnos cuenta, estaremos ante las urnas.
Una campaña entera concentrada en dos debates. Si algo puede cambiar el rumbo de estas elecciones, tendrá que suceder entre el lunes y el martes. Llevado por su soberbia, Sánchez se ha expuesto innecesariamente a un peligro que ni por asomo figuraba en el guion de su película. Pero si logra salir de la prueba sin un siniestro total, podrá darse por triunfador. En este debate en dos actos no necesita ganar, le basta con evitar la golpiza. Sus rivales, por el contrario, están obligados a golear doblemente: golear a Sánchez y, en el caso de Casado y Rivera, golearse entre sí.
En esta ocasión, la indigna ley del silencio demoscópico entra en vigor no en el final de la campaña sino en el principio. Cuando esos fabulosos millones de indecisos de los que tanto se habla se decidirán por fin. Cuando podría empezar a despejarse si lo del PP tiene remedio; si Rivera está condenado a revivir su maldición (bueno en las encuestas, malo en las urnas); si Podemos vuelve a ser Podemos o se queda como la ruina que se ve ahora; si Vox tiene millones de votantes pasando bajo el radar o resulta ser un tigre de papel, y sobre todo si, como parece altamente probable, el pillo de Tetuán se coronará el próximo domingo como Pedro el Grande.
Votaremos a oscuras, y no solo por el apagón de las encuestas. Sobre todo, porque unos y otros se han ocupado de que todo lo que es importante para España siga cerrado con siete llaves, como el sepulcro del Cid. Tampoco aparecerá en los debates, salvo como instrumento de agresión.