Cristian Campos-El Español
 

Descartada casi por completo la posibilidad de que la piñata de Nochevieja en Ferraz pueda ser tipificada jurídicamente como delito de odio, intenta el PSOE ahora que las pintadas contra las políticas de Sánchez que pueden verse hoy por toda España sean calificadas como delito de odio contra la ideología socialista.

Dejando de lado el hecho de que poco «vulnerable» puede considerarse una ideología que ha gobernado España durante 25 años de los 45 que llevamos de democracia, y suponiendo que esas pintadas no sean contra el sanchismo, sino contra el socialismo en sí, ¿dónde está escrito que no se pueda criticar al socialismo como ideología histórica?

¿Acaso no critica el socialismo al liberalismo, con gran éxito de crítica y público por otra parte? ¿Acaso no critica al conservadurismo? ¿Acaso el socialismo no ha elevado un muro al otro lado del cual caen todos aquellos que no son considerados «progresistas»?

Es más. Voy a dedicar esta columna a criticar al socialismo.

No al sanchismo. Al socialismo.

Pero comencemos por Sánchez. Es la gran pregunta en la España de los últimos años. ¿Por qué los españoles siguen votando a Pedro Sánchez si los engranajes de su psicología, como esos relojes que llevan las tripas al aire, están ya a la vista de todos?

«¿Qué extraño mecanismo intelectual lleva a sus votantes a creer las promesas de alguien que ha demostrado no tener otro horizonte que su interés personal más inmediato?» se pregunta medio país. «¿Es Vox realmente toda la explicación?».

Y ahora llevemos la pregunta más allá de Pedro Sánchez. ¿Por qué el socialismo, una ideología derrotada por la historia en fecha tan lejana como noviembre de 1989, sigue capturando la fe de al menos la mitad de la población?

¿Es porque el socialismo, como dicen aquellos que lo consideran el heredero del cristianismo, se ha convertido en una religión y se ha independizado al fin de la verosimilitud de sus postulados?

¿Y por qué esa disociación entre teoría y práctica? ¿Por qué los activistas LGBT defienden a los islamistas palestinos, las feministas la ley del ‘sí es sí’, los sindicatos nuestro récord de paro europeo y los jóvenes sin acceso a la vivienda las leyes que restringen el libre mercado inmobiliario?

¿Por qué, a la vista de esto…

…millones de votantes siguen creyendo que la miseria real es un precio pequeño a pagar por la erradicación de la miseria imaginaria provocada por el capitalismo?

¿Y por qué seguimos inventando nuevas denominaciones una y otra vez para la misma ideología? ¿Qué diferencia al socialismo de la socialdemocracia, el progresismo o el movimiento woke? ¿Es el comunismo sólo la fase autoritaria del socialismo o todo socialismo es intrínsecamente autoritario?

Varios libros han intentado desentrañar la psicología del progresismo, que es el abordaje correcto de la cuestión en vista de que la politología es poco más que la homeopatía de las ciencias sociales.

La mente de los justos, de Jonathan HaidtLa tabla rasa, de Steven Pinker, o Los peligros de la moralidad, del psiquiatra español Pablo Malo, recorren el carril central de la cuestión.

La paradoja sexual, de Susan PinkerContra la revolución sexual, de Louise Perry, o Un daño irreversible, de Abigail Shrier, recorren el carril lateral centrándose en el feminismo, el sexo y el activismo trans.

Algunos mencionan la osadía que deriva de la ignorancia, aunque es difícil no pensar que ese es un mal universal y no privativo de una ideología en concreto.

La incapacidad de muchos ciudadanos bienintencionados para comprender que la metáfora de las ventanas rotas no es una teoría académica, sino una regla inscrita a fuego en la naturaleza humana, suele citarse como ejemplo de esa ignorancia. Hace apenas 48 horas, el programa Cachitos de Nochevieja afirmaba que la ‘ventana rota’ de la amnistía no es tan grave si la comparas con un cáncer de mama.

G. K. Chesterton decía que la persona que desconoce por qué hay una valla en medio de un prado debería ser también la última persona con la autoridad necesaria para retirar esa valla.

También decía que el problema de dejar de creer en Dios no es que ahora no creamos en nada, sino que nos lo creemos todo.

El biólogo Edward O. Wilson decía que el socialismo es una bella teoría aplicada a la especie equivocada.

Y pocos adultos que hayan firmado al menos un par de docenas de declaraciones de la renta podrán negar que uno suele ser conservador en aquello que conoce de primera mano, pero socialista en los asuntos que desconoce por completo.

Como explicaba Nassim Nicholas Taleb en su libro Skin in the Game, mejor no fiarse de los consejos de quien no apuesta su piel en el envite. Que es tanto como decir «huye de los planificadores centrales que creen saber mejor que tú qué te conviene, qué necesitas y cómo gestionar tus propios asuntos».

Thomas Sowell dice que quienes caen presos de la atractiva teoría del «que lo paguen los ricos» están obviando que en un mundo en el que esos ricos pueden mover libremente su patrimonio, su receta sólo puede generar pobreza. Por eso el socialismo sólo funciona mediante la imposición: porque un ser humano verdaderamente libre jamás escogería el socialismo para sí mismo.

Sí, obviamente, para los demás.

En realidad, lo que muchos parecen estar buscando es la clave última que explique el socialismo, de la misma forma que la física busca la «teoría del todo» que pueda explicar la realidad con una sencilla fórmula matemática.

Quizá esa teoría del todo sea, sencillamente, nuestra naturaleza humana, crédula y falible. Una naturaleza que busca respuestas sencillas a problemas complejos.

Pero quizá haya algo más.

Leo en los artículos publicados sobre los pésimos resultados españoles del informe PISA que los estudiantes de 2023 «no saben conectar ni combinar lo que saben».

Y esta es una explicación interesante. Porque conectar y combinar la información es una de las definiciones más elementales de la inteligencia humana.

Cuando Stanley Kubrick quiso mostrar en pantalla el «nacimiento» de la inteligencia humana (el «amanecer del hombre», como lo llamó él) mostró a un primate que realiza una simple conexión intelectual: hueso-presa.

Es decir, arma-matar.

La incapacidad para realizar sencillas conexiones intelectuales es, efectivamente, un síntoma evidente de falta de inteligencia. Un síntoma que el sistema educativo está fallando en su principal objetivo, que es sacar a los estudiantes del estado de naturaleza para convertirlos en individuos autosuficientes.

Eso no quiere decir, por supuesto, que esas conexiones intelectuales se vayan a quedar sin hacer si los jóvenes se muestran incapaces de ello. A fin de cuentas, alguien está logrando que los trenes lleguen puntuales a su destino.

Quiere decir que esas conexiones las está haciendo la tecnología. Que es lo mismo que decir que las están haciendo aquellos que tienen poder para manipularlas. Google, Amazon, Disney, X, Facebook, TikTok, Netflix…

Así que nuestros jóvenes están destinados a creerse en el futuro todo aquello que otros decidan en su lugar porque han sido privados de la capacidad para realizar esas conexiones intelectuales por sí mismos. Privados de la capacidad de explicarse el mundo sin recurrir a fantasmales deus ex machina como el capitalismo, el patriarcado, la ultraderecha, el colonialismo, el racismo, el machismo, los judíos o los ricos.

No digamos ya de asumir la responsabilidad por esas consecuencias, que añade un problema moral al problema intelectual original.

Paradójicamente, la generación que se percibe como la más inconformista de la historia, porque ha sido convencida de ello por la publicidad, la cultura, los medios y la política, será la más fácilmente manipulable de todas.

Quizá eso explique la vigencia de una ideología que ha demostrado ser radicalmente incapaz de estar a la altura de sus propias expectativas. Desaparecido el hilo invisible que utiliza el intelecto para combinar datos, para conectar causas y consecuencias, todo es campo. Quizá ahí esté la clave.

Y disculpen por el delito de odio.