Cristian Campos-El Español
La pregunta es si el Estado puede cometer un delito para desmentir el presunto bulo de un ciudadano anónimo. En ese terreno, el de la desproporción entre la enormidad del delito imputado y la pequeñez del supuesto daño a evitar, se juega el fiscal general de Pedro Sánchez, Álvaro García Ortiz, entre dos y cuatro años de cárcel.
El Tribunal Supremo ha imputado al fiscal general del Estado por un delito de revelación de secretos.
Según Pedro Sánchez no tenía que dimitir porque lo que hizo sólo fue publicar una nota para desmentir un bulo.
Ahora deberían dimitir los dos. pic.twitter.com/adzm0nVNme
— Pedro Otamendi (@PedroOtamendi) October 16, 2024
Que el fiscal general no ha calibrado bien lo demuestra que haya puesto no ya su carrera, sino su libertad en riesgo, para la obtención de media docena de titulares en beneficio del presidente del Gobierno. Esos titulares durarán 24 horas y mañana Sánchez estará ya a otras. Netanyahu, la vivienda o Zaplana.
Pedro Sánchez cree, en cualquier caso, que sí. Que el fin justifica los medios si el perjudicado, que no tanto el novio de Ayuso como la propia Ayuso, se lo merece.
Sánchez admitió eso frente a los micrófonos de la SER y el resultado en la práctica ha sido la primera imputación de un fiscal general en cuarenta y cinco años de democracia. Todo un hito, incluso para el sanchismo.
Pero oye, a él plim: el que puede ir a la cárcel es Álvaro García Ortiz. Siempre estará a tiempo de indultarlo, convertido el Estado de derecho en el patio de recreo del Gobierno.
Que la batalla de Sánchez contra Ayuso y su entorno es personal lo reconocen hasta en el PSOE. El presidente del Gobierno está obsesionado con la presidenta de la Comunidad de Madrid y de ahí la psicodélica operación policial contra Nacho Cano.
También, la insistencia en acusar de corrupción a Ayuso por un caso, el de su hermano, desestimado tanto por la Fiscalía Anticorrupción española como por la europea.
Y de ahí también el ‘caso novio de Ayuso’. Una inspección de Hacienda como esas de las que cada año hay 87.000 (literalmente, 87.000) y que en circunstancias normales no habría merecido ni un suspiro de la Moncloa.
Álvaro González Ortiz ha renunciado a dimitir con el argumento de que es «lo menos gravoso». Se supone que para él, que no para la Fiscalía, cuyo prestigio rivaliza ya con el del Tribunal Constitucional, otro que tal baila.
El currículo de Álvaro González Ortiz da una idea de la magnitud de su descrédito.
Su nombramiento como fiscal general fue calificado de «no idóneo» por el Tribunal Supremo.
Intentó recusar a los magistrados que debían decidir su continuidad en el cargo.
El Supremo le imputó «desviación de poder» en el ascenso de Dolores Delgado.
Fue condenado por el Supremo por ocultar los detalles de una investigación abierta contra él.
Ordenó a la Fiscalía Provincial de Madrid difundir datos privados del novio de Ayuso.
Cerró la investigación por asesinato que pesaba sobre Otegi.
Se ha pronunciado y ha maniobrado sistemáticamente en defensa de los presos de ETA y de los líderes del procés, y muy en concreto de Carles Puigdemont, en beneficio de los intereses del PSOE de Pedro Sánchez.
Esa es la hoja de servicios del fiscal general, convertido ya en el nuevo Ábalos de Pedro Sánchez, ahora que el puesto de número dos ha quedado vacante.
Que todos los que rodean a Pedro Sánchez estén ya imputados o camino de ello (su mujer, su hermano, su número dos, su fiscal general) debería servir como aviso a navegantes. Pero algunos siguen cayendo en la trampa.
Si esto es un profesional de reconocido prestigio, cómo será el desprestigiado.