Ignacio Varela-El Confidencial
Felipe VI se ve ante la doble exigencia de precaverse de la corrosión provocada por el comportamiento de su antecesor y, a la vez, sostener la legitimidad política de la institución que representa
Por otro, sufre los embates de un frente político decidido a barrenar los fundamentos del orden constitucional, uno de los cuales es la monarquía parlamentaria. La asociación destituyente de populistas y nacionalistas ha conquistado dos cimas estratégicas: una presencia nutrida y decisiva en el Parlamento y penetrar en el poder ejecutivo, convirtiéndose en partícipe y sostén necesario del Gobierno.
Así pues, Felipe VI se ve ante la doble exigencia de precaverse de la corrosión provocada por el comportamiento de su antecesor y, a la vez, sostener la legitimidad política de la institución que representa; y debe hacerlo con una más que dudosa ayuda del Gobierno y en el peor momento posible para el país. Quizá sea exagerado decir que la monarquía está en peligro de desaparición inminente, pero no puede negarse que está bajo una amenaza seria que compromete su futuro. Y que su fragilidad es la de la Constitución misma, como han percibido inmediatamente sus enemigos.
Dicho lo cual, no pueden seguir ignorándose algunas implicaciones del escándalo que tiene al rey Juan Carlos como protagonista. Hoy, sabemos que la prolongada dispensa colectiva de que disfrutó por el afán de preservar su gigantesco legado político no ha resultado higiénica. A la postre, solo sirvió para sentar a su sucesor sobre un barril de pólvora.
Parecería que lo único reprobable en el comportamiento del anterior Rey es que eludiera sus obligaciones fiscales tras recibir un obsequio económico colosal. Pero lo realmente grave está en el hecho mismo del regalo, en su procedencia y en su aceptación. Un jefe del Estado —a estos efectos, da igual que sea rey o presidente— no puede recibir dinero del Gobierno de un país extranjero sin rechazarlo de forma fulminante. De otra forma, no solo comprometería su integridad personal sino también la soberanía nacional.
¿Alguien imagina lo que sucedería en Francia si el rey de Marruecos regalara 60 millones de euros al presidente Macron y este los aceptara? Da igual el motivo: sea por cariño o por pago de servicios prestados, el hecho es incompatible con cualquier noción de dignidad institucional. ¿O acaso el obsequio resultaría admisible si don Juan Carlos hubiera pagado sus impuestos por él?
El Rey actual, que algo debía barruntar, se apresuró, en 2015, a aprobar una ‘Normativa sobre regalos a favor de los miembros de la familia real’, que es taxativa al respecto. En esencia, equipara al jefe del Estado y a su familia con cualquier otra autoridad pública. Todas ellas tienen prohibido por ley “aceptar regalos que superen los usos habituales, sociales o de cortesía”.
La regla impuesta por Felipe VI establece, entre otras cosas, lo siguiente: “Los miembros de la familia real no aceptarán préstamos sin interés o con interés inferior al normal del mercado, ni regalos de dinero. En este último caso, se procederá a su devolución o a ser donado a una entidad sin ánimo de lucro que persiga fines de interés general”. El hecho de que esa norma —de puro sentido común— no estuviera en vigor durante el reinado de Juan Carlos I puede servir como eximente jurídico, pero en ningún caso como paliativo ético.
La segunda gran cuestión de este escándalo tiene que ver con la inviolabilidad del Rey. El artículo 64 de la Constitución la establece sin limitaciones: “La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad”. Todos sus actos deben ser refrendados por el Gobierno, que se hace responsable de ellos.
No se distingue, como sería razonable, entre los actos del Rey en el ejercicio de sus funciones y los que afecten a su esfera personal. Pero que el Rey no sea responsable de sus actos no puede significar que nadie tenga que responder por ellos, porque ello crearía un espacio de impunidad irrestricta más propio del Antiguo Régimen que de un Estado moderno.
La pregunta ineludible es adónde miraban los sucesivos gobiernos durante los 36 años de reinado constitucional de Juan Carlos I. Admitamos la realidad: los hechos de este último escándalo se produjeron en tiempos recientes, pero todos los gobiernos sin excepción —y todos los directores de medios de comunicación que hoy se disputan los titulares y las exclusivas— fueron siempre conscientes de su escabrosa vida personal y de su relación equívoca con el dinero. Las referencias a “las amigas del Rey” y a “los negocios del Rey” han sido un secreto a voces en los cenáculos políticos y mediáticos desde los tiempos de Suárez. Un espeso y sostenido pacto implícito de silencio —cuando no de encubrimiento activo— contribuyó, sin duda, a crear en don Juan Carlos la sensación de que, hiciera lo que hiciera, quedaría resguardado porque España estaba en deuda con él. Hoy la deuda es, al menos, recíproca.
Otra consideración se refiere a la presunción de inocencia, que se reclama con razón para el Rey emérito como para cualquier persona. Eso es indiscutible, también está en la Constitución. La presunción de inocencia garantiza a cualquier persona el derecho a no ser condenada por un tribunal sin que se demuestre su culpabilidad. Desplaza la carga de la prueba a los acusadores y exime de ella al acusado. Es un concepto jurídico, pero no moral.
En un país civilizado, todos tienen derecho a que se los presuma inocentes en un juicio. Pero no todos tienen derecho a la presunción de inocencia moral: esa hay que merecerla. Se puede defender enérgicamente que alguien acusado de un delito se considere inocente salvo prueba en contrario y, a la vez, reputarlo como éticamente reprobable por su trayectoria. Conste que no digo que este sea el caso de don Juan Carlos. Pero sí que la presunción de inocencia no equivale a un salvoconducto universal que proteja cualquier comportamiento más allá del plano judicial. Villarejo sigue siendo presuntamente inocente para la Justicia, pero sobran los motivos para calificarlo como un golfo redomado.
El Rey actual tiene que resolver un enorme problema político y también un drama personal: cómo repudiar a su padre sin dañar a su madre. Ninguna de las dos cosas es sencilla. Para lo primero, merece respaldo. Para lo segundo, comprensión.