- El presidente podría presumir de haber cumplido el compromiso imprudente que formuló en su día. Pero sería un pobre consuelo frente a los aprietos políticos en que se vería
Si por azares del destino o por pura lógica jurídica Carles Puigdemont terminara aterrizando en Barajas, conducido ante el juez Llarena y enviado a prisión en espera de juicio, habría dos personas en España singularmente contrariadas. Obviamente, el propio reo, que se vería finalmente en el lugar del que ha escapado durante tres años y medio. También el presidente del Gobierno, por los infinitos quebraderos de cabeza que semejante situación comportaría para él.
La votación en el Parlamento Europeo sobre el levantamiento de la inmunidad del eurodiputado en fuga se desarrolló a plena satisfacción de los dos coaligados del Gobierno español. El PSOE pudo exhibir su rostro institucional y cultivar la respetabilidad que se supone a un partido de orden, y Podemos aprovechó para subrayar de nuevo su “hecho diferencial” dentro del Gobierno y, de paso, consolidar su vocación vertebradora de la confederación ibérica de nacionalismos destituyentes. Iglesias, que se muere de ganas de hacerse presente en la gestión del contencioso catalán —idealmente, a ambos lados de la mesa—, lleva algún tiempo cortejando descaradamente a Puigdemont.
El PSOE pudo enarbolar el resultado de la votación como un triunfo político y Podemos pudo celebrar el verse acompañado por otros 293 eurodiputados que no respaldaron la retirada de la inmunidad. El hecho de que la inmensa mayoría de ellos pertenezca a la familia nacionalpopulista, en sus dos ramas de extrema derecha y de extrema izquierda, no supone el menor problema para el señor vicepresidente.
A partir de aquí, que todo vaya bien para ambos aliados —cada cual escenificando su papel— exige que los jueces belgas sigan obstruyendo la Justicia española, que el Tribunal Europeo no haga algo decisivo para obligar a Bélgica a cumplir su obligación como país miembro de la UE y que Puigdemont siga disfrutando del escaño en Estrasburgo y del refugio en Waterloo, de la generosidad de quienes le financian la estancia y de la lisonjera condición de exiliado político.
En ese marco, temblarían los cimientos de Frankenstein. Bastó la votación del Parlamento Europeo para que ayer mismo Rufián ya lanzara la primera amenaza (hay que ver cómo le gusta gallear a ese diputado). Todo el frente nacionalista que respalda el sanchismo formaría un coro de protestas y amagos de ruptura, y seguro que el PNV aprovecharía el tumulto para sacar unos milloncejos. No digamos si todo esto coincidiera con el intento de aprobar un nuevo Presupuesto o alguna otra ley importante.
Tras la elección de Pere Aragonès como nuevo presidente de la Generalitat, Puigdemont habrá perdido el halo simbólico de ‘president legítim de Catalunya’ y le espera un dulce declinar político en la mansión de Waterloo. Se reabrirá la mesa y se mantendrá toda la legislatura, convertida de hecho en foro estable (al modo confederal) de toda la relación entre el Estado y la Generalitat. El tinglado político que sostiene el Gobierno discurrirá en paz, al menos por ese flanco y hasta que Sánchez decida sorprender a todos (empezando por su socio) con una convocatoria electoral.
Así será si los jueces belgas se portan con la deslealtad hacia España que es tradicional en ellos. En caso contrario, la entrega de Puigdemont supondría un triunfo del principio de legalidad española y europea; pero comenzaría un infierno personal para el presunto delincuente y una tormenta política para el habitante de la Moncloa. En cualquier caso, Vox seguirá haciendo caja y Casado, de mudanza.
El problema de Sánchez —y la fortuna del Estado de derecho— es que, precisamente porque España es una democracia plena, lo que suceda en este asunto no depende de él. Toca esperar.