A Rita no la ha matado el periodismo, aliviemos los hombros, compañeros. Cabe el recelo de que apostar cámaras insomnes en los portales de (algunos) sospechosos sea periodismo, pero yo sé que algunos camarógrafos el miércoles sintieron el arañazo siquiera fugaz de un escrúpulo, y eso ya es algo, un brote moral en mitad de la dura tarea cotidiana. A Barberá la ha matado un infarto y, un médico poco corporativo me ha sugerido que entre el primer aviso y la parada irreversible quizá mediara la negligencia. En cuanto a la negligencia mediática, no ha resultado un factor de riesgo tan decisivo, sospecho, como la proscripción de la tribu. En la vida uno se prepara para el ataque del adversario, sea un partido o una televisión: con él cuenta y contra él se crece; lo que el corazón soporta mal es el repudio de los propios cuando ceden a la presión ajena. Por lo demás, ése es un remordimiento que compete al PP, a la amistad de Rajoy, a la desfachatez de Hernando. Yo sigo pensando que Barberá debió apartarse antes, que el partido no tenía otra salida aspirando a un pacto de investidura, que la responsabilidad política debe preceder a la judicial si se desea combatir el desencanto de los electores más volubles de Hamelín.
Luego están las excusas no pedidas de la izquierda mediática, cuya desazón está justificada. ¿Criogenizarán a Rita para poder seguir derrocándola, como a Franco? Creen que el escándalo es el primer paso hacia la regeneración, pero en realidad es el último. El escándalo es el opio del pueblo, la fiesta del chivo expiatorio, un barato vudú que afianza al espectador en su narcisismo. «Una droga que anestesia la impotencia pública de quienes se hallan condenados a la privacidad», escribía Ferlosio cuando Filesa. Y los medios seríamos los camellos.
Pero para alguien que confía en las leyes más que en los titulares, lo peor es el espectáculo sin filtro de la vileza parlamentaria. ¿Su odio, nuestra sonrisa? No, hombre, no: tu descaro, nuestro acojone. Si el pastor de cinco millones de votantes se conduce como la acémila más torva del redil, entonces ha muerto la prescripción moral que da sentido al liderazgo político. El representante democrático nació para encauzar instintos, para dar voz al caos, para evolucionar lo primitivo. Parecía una buena idea que el 15-M fundara un partido que actualizase la representatividad de las instituciones; pero ellos, con su equipaje de odio, han entrado en las instituciones sin que las instituciones, con su legado de tolerancia, hayan entrado en ellos. No es que la tolerancia, queridos niños, deba ejercitarse incluso con quienes no piensan como uno: es que, tras empapar demasiadas fregonas en sangre humana, la inventamos precisamente para tratar con aquéllos cuyas ideas –ni eso: cuyos collares de perlas– nos repelen. ¡Hipocresía!, protestarán los antecesores de Atapuerca, en cuya sima ya honraban a los muertos.
Ahora bien. Hacer pellas en un minuto de silenciosa humanidad fue peor que un crimen: fue un error. Exhibieron al lobo con toda la piel hirsuta y hobbesiana del lobo. Mi amigo Ignacio Peyró ha sacado el cincel para grabar la sombría advertencia: «Si ésta es su piedad, cómo será su justicia».