EL MARTES una infanta de España logró con solo diez años una proeza: hacer su primera comunión sin reabrir el debate sobre monarquía o república ni desencadenar marchas por la aconfesionalidad del Estado. Dos controversias que, junto con la fijación moral del callejero, representan para el buen español lo que el porno para el soltero: vicios irresistibles, seguramente incurables. El español según Ferlosio es onfaloscópico: se escruta sin asco ni piedad el círculo del ombligo y nunca lo ve cerrado. Quién soy. Qué tiene él que no tenga yo. Por qué tengo menos. Cómo me ahorro la trimestral del IVA. ¿Acaso Alcañiz carece de identidad? La Transición fue un parche. Pedro, ¿tú sabes lo que es una nación? Cuestiones todas insolubles que repican sin cesar entre las paredes craneales del hijo de Atapuerca. Pues bien: Todo ese temblor metafísico permaneció quieto al paso de una niña Borbón con un crucifijo al cuello acompañada de dos reyes nada metafóricos. De los de palacio, corona y dinastía de siglos. Uno de ellos, de hecho, era su padre.
El ABC recogió la noticia sin privarse del sintagma atenuante: «como una familia más». Todos sabemos que no es una familia más, pero si siguen insistiendo van a terminar siéndolo, y los monárquicos metafísicos como Dalí o yo dejarán de sentir el eco de la historia y la belleza del símbolo que justifican nuestra adhesión a una institución efectivamente anacrónica. ¿Y? Algunas de las cosas más apreciadas por el hombre son anacrónicas, empezando por los vinilos o las manifas sindicales. Yo quiero que la monarquía lo siga siendo, pero Felipe VI ha emprendido tan firme camino de modernización que los nostálgicos de vez en cuando hemos de consolarnos en El Prado delante de Rubens. Ciertamente ese museo no lo pobló una familia moderna.
Informaba el diario monárquico de que Sofía –nunca sé si es más perfecta ella o Leonor– se atuvo al ceremonial ordinario como el resto de comulgantes, vestidos todos con uniforme escolar (nada de armiño) y el burocrático añadido de una corbata y una chaqueta con el escudo del colegio bordado. Así hice también yo la comunión, pero porque ni entonces ni ahora me consta en la sangre otro color que el rojo plebeyo. A los Reyes y a la Princesa de Asturias les correspondió el segundo banco… ¡por orden alfabético! Y lo peor: Don Juan Carlos y Doña Sofía siguieron la ceremonia desde la octava fila. El tipo que trajo la democracia en la octava fila. Que nos lo expliquen.
Entiendo lo que pretende Don Felipe porque lo está consiguiendo, según las últimas estadísticas: la popularidad de la Corona ha subido muchos puntos desde que relevara en el trono a su baqueteado padre. En tiempos de cosecha jacobina el Rey mejor que nadie conoce el caro precio de esa subida popular: un proporcional descenso de aristocratismo. Expulsó de su familia –o sea, del Presupuesto– a su propia hermana sin esperar a la sentencia de Nóos. Blindó el perímetro palaciego contra cortesanos venales. Ajustó la asignación de la Casa hasta cifras que a un presidente republicano medianamente vanidoso le resultarían inaceptables. En Nochebuena tiende a prescindir del lenguaje oracular, arriesgándose a que se le entienda todo. No caza, ni fuma, ni banquetea opíparamente: cuentan los que han comido en Zarzuela que salen de allí desolados. Se deja ver antes en un bar de Malasaña que en los toros. Sabemos que es un Borbón y no un calvinista por el DNI.
Y sin embargo mi papa sigue siendo Ratzinger y mi rey sigue siendo Juan Carlos.