Ignacio Camacho-ABC

  • Ni Sánchez ni su aliado quieren el poder para gobernar sino para disfrutarlo. Ninguno es un fanático del trabajo

En todos los gabinetes de coalición hay discrepancias, que es el nombre elegante de lo que antes se llamaban peleas, pero algunos, la mayoría, además de discutir gobiernan. Es decir, mal que bien, con recetas de derecha o de izquierdas, intentan resolver problemas. El de Sánchez e Iglesias, sin embargo, no sólo se muestra incapaz de gestionar de forma solvente las emergencias diversas que afronta el país sino que ha inaugurado una nueva fórmula de desavenencia: mientras el partido minoritario se dedica a meterle al otro palos en las ruedas, los ministros de la mayoría colisionan entre ellos por colleras, encelados por el protagonismo o por resabios de viejas polémicas. Pensiones, recibo de la luz, salario mínimo, el Rey Juan Carlos o hasta la borrasca de nieve son objeto de controversia interna, y no lo es la pandemia porque nadie está dispuesto a ocuparse de ella. El César, entretanto, toca la lira, surfea el guirigay y de vez en cuando manda a la portavoz o a la vicepresidenta a comunicar a la nación que todo va como la seda.

Y desde su punto de vista es cierto porque ni él ni su aliado quieren el poder para gobernar sino para disfrutarlo. Iglesias lo quiere también para enredar, que es lo único que sabe hacer, la forma que tiene de reivindicar algo parecido al liderazgo ante su cada vez más menguante electorado. Su absentismo, su incomparecencia, sus desapariciones ante cualquier clase de cuestión que implique esfuerzo ejecutivo, empiezan a convertirse en un clásico; el año que lleva en el cargo lo ha revelado como un diletante político con notable desapego al trabajo. Y el resto de ministros de Podemos, salvo Yolanda Díaz, comparte ese rasgo: son amateurs que continúan comportándose como agitadores universitarios y se dedican a armar ruido, a levantar obstáculos, a alborotar sobre asuntos marginales para fingir un peso específico impostado. Sánchez no se puede quejar. Primero porque era consciente de todo eso que él mismo había vaticinado, y luego y sobre todo porque necesita su respaldo y porque le sirven de enlace con los demás socios parlamentarios. Tampoco parece que le importe mucho; se ha acostumbrado muy rápido y al fin y al cabo los coaligados no son tan torpes como para atreverse a objetar su mando. Si se ha desentendido del Covid no hay nada que pueda preocuparlo.

La pregunta legítima que queda en el aire es si esto es un Gobierno. Si en veintidós ministerios, cada uno con su pléyade de asesores y su estructura de puestos intermedios, hay alguien ahí con experiencia, madurez y a ser posible talento para solventar un contratiempo, siquiera uno, con mínima posibilidad de éxito. Si entre todos saben hacer algo más que proyectar prescindibles leyes de sesgo ideológico y provocar enfrentamientos. Y si a este presidente autosatisfecho le conciernen al menos de lejos las dificultades que los españoles están viviendo.