Joxé Luis Zubizarreta-El Correo

Una campaña electoral tan larga, añadidaa la creciente desafección del electorado, puede pasarle una costosa factura a la participación

Pocos habrían optado, aparte de los barones socialistas y los líderes jeltzales, por no hacer coincidir las elecciones legislativas con las ya múltiples del 26 de mayo y distanciarlas unas de otras poco menos de un mes. Ni la contaminación ni la confusión parecen argumentos convincentes. El elector habría sabido distinguir entre cinco urnas igual que sabrá hacerlo entre tres. Y, para contaminación, menos contaminaría el voto la coincidencia entre elecciones que votar en las del 26-M arrastrados por el recuerdo reciente del resultado de las del 28-A. Pero, sea esto como fuere, lo cierto -y lo peor- es que, al haberse hecho el anuncio de los comicios legislativos con mes y medio de antelación respecto del día en que deben convocarse, se ha dado lugar a una eterna campaña de más de dos meses y hecho que se confunda con la acción de gobierno.

Hemos entrado, pues, con acierto o sin él, en un período electoral que durará más de tres meses. Y lo hemos hecho, además, en un momento emocional de máxima desafección respecto de todo lo que tiene que ver con la representación política. Será, pues, un tiempo de inseguridad en cuanto al interés del electorado. Si a ello se suma la volatilidad de las adscripciones políticas, ni las encuestas podrán sacarnos de dudas ni los programas brillar por su rigor. La demoscopia se columpiará en la volubilidad del voto y los programas dispararán a todo lo que se mueva.

Lo estamos viendo. Lo primero, y más simple, ha consistido en dividir el campo de batalla en dos bloques. Nunca se había hecho con tanto descaro. Y no podía ser de otro modo, dada la polarización que ha ido creándose a lo largo de estos años. Una vez fijados los bloques, la batalla se entabla, no en todo el campo, sino en cada uno de ellos. Lo inmediato no es, por tanto, ganar las elecciones, sino ser el primero en el bloque en que uno se ha situado. La lucha más encarnizada se ha entablado en el de la derecha. La irrupción del recién llegado amenaza directamente a uno de los tres que lo integran y excita el apetito del otro. Veamos.

El Partido Popular de Pablo Casado se ve tan amenazado por el recién llegado que, para defenderse, en vez de por distanciarse ha optado por mimetizarse. Es como si hubiera dado la batalla por perdida y sólo creyera poder remontarla camuflándose con el ropaje del enemigo. Para ello, ha sacado del baúl de la historia lo más rancio de su ajuar, como para demostrar que la del otro no es sino su propia identidad usurpada. La identidad ahora compartida es España; su enemigo, Cataluña y, con ella, todos los que, como Euskadi, pretenden diferenciarse. Contra aquella, el 155 como arma de destrucción masiva; contra ésta, de momento, la paralización del cronómetro de las transferencias.

Si al nuevo PP le bastaría con detener el embate, a modo de lo que, mal que bien, logró hacer en Andalucía, Ciudadanos aspira a erigirse con el triunfo del bloque. Desde ahí, podrá hacer verdad su aspiración de «ser la alternativa del PSOE». Pero el campo de batalla no cambia: la patria, España, y su enemigo, Cataluña. A falta de baúl familiar, ha tirado de lo mejor que, para este fin, tiene en su joven banquillo. La adalid frente al secesionismo liderará la candidatura desde Cataluña. En cualquier caso, esta batalla es, para Cs, meramente táctica. Aspira a ser el primero del bloque sólo para plantarse de tú a tú frente al PSOE. De aquí que el «nunca pactaré con el socialismo» tendrá la misma caducidad que la táctica. Una vez alcanzado el objetivo inmediato, decaerá, si preciso fuere, como aquella. Cs dirá no haberse movido del centrismo liberal y se declarará libre de pactar a diestro y siniestro.

En este escenario, al PSOE se le abre todo el terreno del centro y la izquierda, donde, para colmo, su rival, Unidos Podemos, anda en las horas más bajas. Reformas sociales sensatas y moderadas serán la guía de su campaña. Si acaso, un poco de patriotismo constitucional en contraste con el patrioterismo. Dos serán, sin embargo, los obstáculos. El primero, la cuestión nacional, que, como monotema del otro bloque, le perseguirá sin descanso hasta las urnas. El segundo, la credibilidad y la confianza personales. Tantas y tan graves han sido las flaquezas del líder en ambos terrenos, que mucho empeño tendrá que poner en borrarlas del recuerdo de los electores. Al final, no habrá otro enemigo que uno mismo.