IGNACIO CAMACHO-ABC

  • La confianza en la justicia europea como árbitro de disputas propias implica la posibilidad de una frustración histórica

Para el pensamiento español contemporáneo, desde Ortega, Europa siempre ha sido solución antes que problema. Y lo sigue siendo aunque esta UE ya apenas se parezca a aquella en que el país ingresó en los años ochenta con el anhelo de consolidar el desarrollo de una nación moderna. Las sucesivas ampliaciones han provocado una crisis de gobernanza aún no resuelta en las instituciones de Bruselas. Y España tampoco es igual que entonces; ahora es un país más sólido, menos necesitado de ayuda por más que la pandemia fortaleciese ciertos lazos de dependencia. Sin embargo, la desestructuración institucional de los últimos tiempos ha generado en la escena pública un estado de desconfianza, cuando no de abierta sospecha, que empuja de nuevo a muchos ciudadanos y agentes políticos a buscar amparo en la estructura comunitaria como último factor de resolución de las disputas internas. Y no está en absoluto claro que se pueda, ni siquiera que se deba. En primer lugar porque los equilibrios de poder supranacionales tienen sus propios mecanismos de correlación de fuerzas, que no siempre coinciden con los nuestros, y en segundo término porque esa reclamación de arbitraje refleja una cierta debilidad, cuando no una manifiesta impotencia. Espectáculos como el de apelar a la mediación de un comisario de Justicia en el insólito papel de un terapeuta de parejas parecen más bien una demostración de flaqueza, de notoria vulnerabilidad sistémica.

Lo es, de hecho. Representa la triste consecuencia del socavamiento de las instituciones que el Ejecutivo lleva a cabo mediante un proceso de colonización partidista dirigido a aflojar los pernos de los dispositivos constitucionales de contrapeso. La ley de amnistía, pieza clave en la ya de por sí precaria estabilidad de este Gobierno, supone el punto de no retorno en la deconstrucción fáctica del actual ordenamiento porque se apoya en la seguridad de obtener el visto bueno de una Corte de Garantías sobre cuyo previsible pronunciamiento existe un generalizado barrunto previo. En esas circunstancias, la oposición y buena parte de la opinión pública, presas del desaliento, trasladan su esperanza a los jueces europeos sin reparar en que son ellos los que permiten que Puigdemont se pasee impunemente –dicho sea con la mayor literalidad– por el Parlamento burlándose de la orden de detención del Tribunal Supremo. En ese sentido, la idea de confiar en Luxemburgo como decisiva instancia jurisdiccional de alzada es tan legítima e inevitable como acaso desmoralizadora en la medida que puede desembocar en una frustración histórica. La partida habrá que jugarla, entre otras razones porque no queda otra, pero al tiempo es menester prepararse para una decepción dolorosa. La de comprobar, en caso de veredicto en contra, que hay derivas de autodestrucción y de fracaso con causa propia de las que no siempre nos va a salvar Europa.