Antonio R. Naranjo-El Debate
  • Cuando Sánchez pone a militantes y fontaneros en Correos, estimula el voto por correo como nunca y mete la mano en Telefónica o Indra, no activar todos los controles es de negligentes

Es probable que el chusco robo de un puñado de votos en Extremadura sea cosa de unos chorizos de medio pelo que trincaron lo que pudieron al entrar en la oficina. Y no una operación perfectamente diseñada para intentar alterar el resultado de las elecciones, que huelen a drama para Pedro Sánchez, aunque le dará igual: todo en orden, mientras controle el poder orgánico territorial, para evitar insurgencias y garantizarse su propia sucesión en el partido y en la oposición cuando las urnas le pongan en el mismo sitio que casi siempre, que es la derrota histórica.

De ahí que haya movilizado a sus ministros más sumisos como secretarios generales y candidatos, renunciando a un buen resultado electoral pero cortando el paso a las revueltas.

En el caso de Extremadura se le añade otro interés más al mantener a un aspirante imputado, achicharrado y ridículo: garantizarle el aforamiento y, tal vez con ello, sacar el juicio a su hermano de un juzgado ordinario para elevarlo a otro y, como poco, ganar algo de tiempo. Eso es todo.

Pero aunque el atraco sea menor, lo que subyace es mayor: permite confirmar que la custodia del voto por correo es mínima y que cuatro quinquis pueden acceder sin mayores problemas a las oficinas donde se custodian durante días antes de que, en la jornada misma del recuento, se trasladan y depositan en las urnas.

Y eso es gravísimo, más allá del caso concreto, objeto de bromas improcedentes e incluso de acusaciones al PP por quejarse, como si lo cuantitativo fuese suficiente para despreciar el impacto conceptual que episodios como este tienen en todo el proceso electoral si no se aclaran con diligencia.

La cuestión es que hemos confirmado lo que ya sabíamos: que desde que un ciudadano mete su voto en su sobre hasta que este se deposita en la urna para recontarlo con el resto, pueden pasar hasta tres semanas (en concreto 20 días en las generales del 23 de julio). Y hemos descubierto que en ese tiempo las papeletas pueden no estar custodiadas debidamente: las oficinas de Correos no son, por lo que se ve, cajas de seguridad inaccesibles, pues muchas de ellas se parecen en municipios de toda España a las asaltadas.

Solo esa posibilidad, sin recurrir a conspiraciones ni intentos de pucherazo indemostrados, es suficiente para que el Gobierno diera detalles de cómo se ha gestionado hasta ahora este procedimiento y qué medidas de refuerzo se van a adoptar para garantizar su solvencia y ponerlo a salvo de cualquier tipo de alteración.

Lejos de eso, lo que ha hecho todo el ecosistema sanchista es minimizarlo, burlarse e incluso arremeter contra María Guardiola o Alberto Núñez Feijóo, como si denunciar que sucesos así atentan contra la democracia fuese un desvarío inaceptable. A esto hemos llegado.

Pero es que además llueve sobre mojado y el caso particular debe incluirse en un contexto global, muy inquietante, en el que la ingeniería electoral, los excesos, las anomalías y las trampas de Pedro Sánchez, en muy distintos ámbitos, ya demuestran un perverso intento de influir arteramente en los resultados.

Hablamos, ya de entrada, de un dirigente político multado por la Junta Electoral que ha convertido el CIS y RTVE en dos herramientas de manipulación e inducción del voto, cuya función no es ni intentar contar la verdad ni registrar las tendencias sociales; sino taparla en el primer caso y moldearla en el segundo, con un despliegue sostenido de manipulación al servicio de una causa partidista. Eso ya es suficiente.

Pero es que hay más: Sánchez ya tiene un amplio currículo de juego sucio en las Primarias de su partido, con escenas inolvidables detrás de un biombo, conversaciones entre Koldo García y Santos Cerdán para meter votos de más en su favor y sombras más que espesas sobre el origen de su financiación, con una colecta sospechosa y la ayuda de su suegro proxeneta, reconocida por él mismo al no atreverse a desmentirla en el Senado.

Y si antes de llegar a la Presidencia las señales son inquietantes, al llegar a ella se multiplican y profesionalizan, lo suficiente como para aterrarse por las meras intenciones que denotan: Correos ha sido objeto de asalto prioritario para Sánchez, como Indra o Telefónica, hasta el punto de situar en ellos a un amigo personal y jefe de Gabinete y a continuación, a un hombre de confianza absoluta y militancia probada. Y, entre medias, la inaceptable contratación de la fontanera Leire Díez, con un puesto forzado y retórico que, según ella misma dijo, no la eximió de participar activamente en la gestión del voto por correo. Correos lo desmintió, pero el testimonio público presuntuoso de la cloaquera ya es imborrable.

Y ahí llegamos al quid del asunto: Sánchez convocó las últimas generales a finales de julio de 2023, en pleno éxodo vacacional, incitando a que el voto postal fuera el único recurso al alcance de cientos de miles de personas que no querían perderse ese momento, pero no podían ejercerlo de manera normal. Y ese gesto provocó que se duplicaran las cifras de 2019 y 2.6 millones de españoles votaran anticipadamente, con votos depositados durante días en las mismas oficinas sin suficiente vigilancia, en un organismo dirigido por acólitos o hasta presuntos delincuentes y con un contexto artificial, creado con encuestas falsas del CIS y propaganda barata de RTVE, donde a Sánchez le salían las cuentas.

No se trata de sospechar en falso ni de esparcir teorías conspiranoicas hiperventiladas, sino de fiscalizar como nunca el sistema previo a la votación y, desde luego, el propio recuento. Con Sánchez hay que comportarse como si todo estuviera dispuesto a hacerlo, aunque al final no quiera o no pueda. Básicamente, porque, hasta la fecha, siempre lo ha hecho. Podíamos confiar en el voto por correo; hacerlo sin más en el voto en Correos es un lujo que no debemos permitirnos.