Gabriel Albiac-ABC

  • «El hombre de Venezuela da el paso en falso. Sí, tiene razón Ayuso: le debemos una. Todos»

Las manecillas del reloj, sin motivo visible, se disparan: su girar frenético presagia el colapso de esa máquina del tiempo, fiel metáfora de lo humano. Saltó el muelle que acompasa la cuerda. Cíclicamente, sucede igual con el tiempo histórico. Y, entonces, los atónitos protagonistas ven sobre sus cabezas la amenaza que describiera Guicciardini -ministro vaticano y padre de la historiografía moderna- en 1527: «Todas las ciudades, todos los Estados, todos los reinos son mortales; todo, bien natural bien accidentalmente, llega a su fin y acaba un día u otro. Y, por ello, un ciudadano que vive el fin de su país no puede tanto dolerse de la desgracia de éste y llamarlo infortunado, cuanto lamentar su propia desgracia: pues al país le sucede lo que de cualquier modo había de sucederle, pero la desgracia es haber venido a nacer en la mala hora llamada a conocer tal infortunio».

Somos bichos perezosos, los humanos: en nuestra indolencia soñamos que tiempo e historia se avendrán a ese repetir lo mismo, del cual nuestro deseo está tejido. La ficción, bien que mal, se sostiene en las suaves lomas de los tiempos normales: cuando el metronómico tic-tac del tiempo acuna nuestra inercia. Pero estar en el tiempo es estar en la amenaza. Y basta con que un buen día el muelle del reloj salte, vencido por el uso: la vida entonces se dispara en un vértigo de agujas que se nos volvieron locas. Y es ésa la hora en que debemos mantener la calma, buscar la clave de semejante estallido de locura. Ponerle remedio, en lo que se pueda. O bien, ser pulverizados por su giro.

Tal vez lo más doloroso, lo menos tolerable en todo caso, de este desmoronarse la España que conocimos, la que nunca ya reconoceremos, es la perfecta ausencia de grandeza en que se consuma, el tono miserable de quienes la anuncian, los mezquinos intereses que guían a sus actores. Intereses que rara vez van más allá del peso de una nómina. Eso sí, suntuosa.

Lo de esta última semana es su hipérbole: eso sólo. Pero es que la hipérbole de lo mezquino sólo puede dejar en nosotros una risa amarga. Tres diputados locales deciden, en su Murcia, venderse al precio que valen: poco. Los compradores saben que harán rentable esa inversión en otro sitio: en un Madrid, cuyo vuelco acabaría, de un golpe, con la inestabilidad del Dr. Sánchez en manos de sus exprimidores populistas. La reacción vertiginosa de la presidenta madrileña frustra el jaque. Y los venales diputados de Cs dan marcha atrás y cambian de comprador. Pero ya nada es lo mismo.

Y ese juego de mezquindades risibles pone en movimiento todas las piezas del tablero. El hombre de Venezuela teme ser despedido de su vicepresidencia. Intenta sacrificar en Madrid a su reina, pero la cónyuge replica: ¡para ti el sacrificio! No le queda ya salida. Da el paso en falso. Sí, tiene razón Ayuso: le debemos una. Todos.