EDITORIAL EL MUNDO – 28/09/14
· La firma por parte de Artur Mas del decreto que convoca el referéndum soberanista para el 9 de noviembre es un acto de irresponsabilidad política que consuma el desafío del nacionalismo catalán a la Constitución, que es la garantía de la democracia en España y la que ha permitido el período más fructífero en la historia de nuestro país; también el de Cataluña. El paso es muy grave, por tanto, pero más allá del conflicto institucional que plantea, por la fractura que abre entre los propios catalanes y en su relación con el resto de españoles. Por eso, resulta de un gran cinismo que Mas tratara de presentar ayer este ataque al Estado de Derecho y a la convivencia como un proyecto en positivo.
El presidente de la Generalitat insistió en las cuatro ideas que ha venido blandiendo el independentismo para tratar de presentar como legítima la consulta. La principal, la expuso así: «A nadie puede asustarle que alguien exprese su opinión en una urna». Se trata de una falacia. Si la democracia consistiera sólo en votar, no harían falta las leyes: bastaría con adaptarse en cada momento a lo que expresara la mayoría. No por casualidad, en todas las democracias del mundo existen unas normas que establecen de qué se puede votar y en qué condiciones. Pero además, puestos a votar, lo lógico sería que lo hicieran todos los españoles, pues a todos los ciudadanos atañe lo que tratan de decir unilateralmente los nacionalistas catalanes hurtando sus derechos al resto.
Mas adujo también que su plan viene respaldado por una mayoría social y consenso político. Es cierto que muchos catalanes secundan hoy el derecho de autodeterminación, pero también son miles y miles los que no quieren dejar de ser españoles. Los primeros son mucho más visibles porque están movilizados. Cuentan con el viento a favor de unas instituciones volcadas en ganar la calle y los espacios públicos. Por eso hoy se hace tan difícil para un catalán colgar una bandera española en su balcón: hay una gran presión social.
La soberanía no es fraccionable
Los otros argumentos aportados por Mas para justificar su proyecto rupturista son el rechazo del Gobierno a su propuesta de diálogo y la legalidad de la consulta, que atribuye al hecho de que esté amparada por el Parlamento catalán. Son dos argucias. En ningún momento el presidente de la Generalitat se ha avenido a negociar con Mariano Rajoy. Desde el primer momento impuso la celebración del referéndum ilegal como un trágala, y lo único que consintió en pactar fueron detalles insignificantes, como la fecha y la textualidad de la pregunta. En cuanto a que el Parlamento catalán está facultado para aprobar una ley que permite plantear un referéndum para la independencia, los mismos que la han secundado saben que no es cierto, y así se lo recordará pronto el Tribunal Constitucional. La Constitución no es ambigua en este punto y establece con claridad cuáles son las líneas rojas. Ningún Parlamento autonómico tiene competencias para conculcar la soberanía nacional, que no es fraccionable y reside en todo el pueblo español.
El presidente de la Generalitat quiso darle un aire de gran solemnidad al acto de ayer con una puesta en escena cargada de simbología nacionalista. Y todo ello un día después de que su partido, la formación que gobierna en Cataluña, protegiera en el Parlament a un delincuente confeso como Jordi Pujol, en un intento por salvar a quien se insiste en presentar como un héroe de la patria, a la par que echar tierra sobre la corrupción, a la que en ningún caso puede sustraerse CiU.
Mas aludió a «esta hora grande de Cataluña» y a una fecha que marca «un antes y un después». También dio rienda suelta a toda la mitología antihistórica a la que son dados todos los nacionalismos. En la línea del disparatado congreso pseudocientífico auspiciado por la Generalitat hace unos meses bajo el título España contra Cataluña, habló de «siete siglos de voluntad de autogobierno» del pueblo catalán, abortada hasta ahora por «imposiciones externas».
No perdió Mas la oportunidad de internacionalizar su plan: habló en inglés y apeló a la reciente votación en Escocia como forma de desacreditar la democracia española, omitiendo que aquella fue una consulta pactada, que Escocia –que sí ha sido independiente en el pasado– ni siquiera puede soñar hoy con el grado de autonomía que tiene Cataluña o que al Gobierno británico no le ha temblado el pulso a la hora de suspender una autonomía.
La intervención del presidente de la Generalitat tuvo, dos horas después, la respuesta de la vicepresidenta del Gobierno. Soraya Sáenz de Santamaría fue clara al subrayar que la ley se va a cumplir y que se tomarán las medidas para que ésta no se vulnere: «Ningún Gobierno puede situarse por encima de la ley, ni tampoco transigir con que eso se haga». Eso incluye impedir todos los pasos que los organizadores del referéndum ilegal han previsto para intentar sortear la prohibición, como el voto electrónico o el voto por correo. Sáenz de Santamaría estuvo impecable en su crítica. Dijo que el paso dado por Mas «divide» a la ciudadanía y «aleja» a los catalanes de Europa; aludió a los «vínculos» de «muchos siglos de vida en común» entre los catalanes y el resto de españoles, y recordó que España es un país «abierto», «diverso» y «uno de los estados más descentralizados del mundo».
En cuanto el Constitucional tumbe la ley de consultas catalana, la pelota estará en el tejado de Mas. Si la Generalitat acata la decisión del Tribunal, el Gobierno hará bien en sentarse a dialogar. Es evidente que, al margen de la ley de consultas, existe un problema con Cataluña al que hay que dar respuesta. Pero si Mas opta por la algarada o insiste en hacer un simulacro de votación, no habrá nada que negociar: lo primero es cumplir la ley y sólo después llega el momento de la política, nunca al revés. Cualquier demócrata, y Artur Mas presume de serlo, debe saber que no hay nada más antidemocrático que incumpla las leyes quien ha de velar por ellas.
EDITORIAL EL MUNDO – 28/09/14