Editorial-El Español

Fiel a su carácter transgresor, Pedro Sánchez ha registrado un nuevo hito en nuestra historia política.

Y, como también es costumbre, no se trata de una primicia de la que enorgullecerse precisamente.

Tras la reprobación este miércoles de Ana Redondo en el Congreso de los diputados, son ya seis los ministros de Sánchez que han sido amonestados por las Cortes en una sola legislatura.

Lo cual supone que el Gobierno de Sánchez ha batido el récord.

Y, dado que algunos de ellos han sido censurados varias veces, su gabinete es también el que en más ocasiones ha sufrido estas muestras de disconformidad parlamentaria en la historia de la Democracia.

Ni la reprobación, ni las crecientes exigencias de dimisión dirigidas a Redondo por su negligencia en la gestión de las pulseras antimaltrato han sido motivo suficiente para que el presidente le haya retirado el apoyo a su ministra de Igualdad.

Este miércoles, ha minimizado el escándalo calificándolo de «incidencias técnicas», alegando que las víctimas han estado protegidas en todo momento.

Esta impasibilidad tampoco sorprende, si se tiene en cuenta que ninguna de las reprobaciones anteriores se han traducido directamente en un cese de los ministros censurados.

La indiferencia hacia la rendición de cuentas de la que Sánchez ha vuelto a hacer gala es coherente con su estilo político, caracterizado cada vez más por una conciencia de impunidad ante las peticiones de asunción de responsabilidades y la fiscalización de su acción de gobierno.

Pero la reprobación de un ministro no debería ser puramente simbólica.

Es cierto que esta figura, ni siquiera acotada específicamente por los reglamentos de las Cortes, consiste en un uso parlamentario por el que se emplean mociones no vinculantes para que las Cámaras muestren la desaprobación de la conducta o la gestión de un ministro.

Y, como tal, no tiene efectos jurídicos formales, sino únicamente políticos. El ministro reprobado no está obligado a dimitir, y la Constitución atribuye en exclusiva al presidente del Gobierno la competencia de cesar ministros.

Pero la figura, enmarcada dentro de la pléyade de mecanismos de control parlamentario al Ejecutivo, está pensada para transmitir el repudio de la mayoría de la Cámara a la labor de un ministro.

Y, como tal, debería incapacitarle para continuar en el cargo.

Porque la reprobación equivale en la práctica a que las Cortes retiran la confianza a un titular ministerial. Y aunque, de nuevo, la moción de censura sólo está contemplada constitucionalmente para el presidente del Gobierno, esta censura a la gestión de un ministro debería conllevar una sanción política.

Con razón ha argumentado Feijóo que si a cualquier diputado con «dos familiares directos» en el banquillo por cuestiones relacionadas con su escaño «se le debe pedir el acta», con más motivo debe aplicársele esto al presidente del Gobierno.

Pero, para mantenerse a flote entre el cúmulo de escándalos que le asedia, a Sánchez no le ha quedado otra salida que dedicarse a rebajar el baremo de la exigencia ética, normalizando situaciones anómalas.

En este sentido, es igualmente sintomático de su elusión de la responsabilidad que mientras son cada vez más los tribunales que vinculan la «influencia» de Sánchez con los negocios de su mujer y la contratación con dinero público de su hermano, el presidente se mostrase ajeno a la polémica, refugiado en la escena internacional, donde se encuentra más cómodo.

Desde allí se ha limitado, por fin, a reafirmar la inocencia de sus familiares.

Si asumimos, como corresponde a toda democracia parlamentaria, que el Poder Ejecutivo emana del Legislativo, lo propio sería que la reprobación de un ministro conllevase su destitución.

Pero Sánchez se ha distinguido, precisamente, por su propósito explícito de gobernar «con o sin el concurso» del Parlamento.

Y considerando que el Gobierno va a seguir acumulando derrotas parlamentarias (dos esta semana y cinco en lo que va de mes), y que el hecho de que hayan salido adelante las reprobaciones supone que sus propios socios le han abandonado en estas votaciones pasándose a la abstención, cabe presagiar que el desdén de Sánchez por la fiscalización de las Cámaras no va rectificarse en lo sucesivo.