José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
¿Cuál de los dos escenarios es más cierto: el pirotécnico del martes en la carrera de San Jerónimo o el del salón de plenos del Supremo?
La sesión constitutiva del Congreso respondió a la previsión más elemental: los independentistas —en este caso, dirigentes del proceso soberanista sometidos a un proceso penal— procuraron explotar todas las contradicciones que conlleva el ejercicio de la democracia. Y lo hicieron con notable éxito, porque el nuestro es un sistema desarmado, jurídicamente hablando, de defensas formales y, políticamente, sin cultura de actitudes estadistas para ennoblecer los rituales institucionales.
Los separatistas, tanto en Madrid como en Barcelona, han demostrado que la idolatría a la nación catalana independiente de España implica para ellos una sacralidad tan absoluta que autoriza sesiones parlamentarias totalitarias como las del 6 y 7 de septiembre de 2017 en el Parlamento de Cataluña (leyes de desconexión); el aplastamiento de los derechos de los grupos parlamentarios, como el veto a la elección de Miquel Iceta como senador autonómico —que corregirá el Tribunal Constitucional—; la representación que montaron el pasado martes en el Congreso de los Diputados, con la ayuda de obsequiosidades excesivas de otros políticos que debieron comportarse con mayor sobriedad gestual, y, en fin, la instrumentación de la propia Generalitat al servicio de sus intereses.
El hecho de que nuestro Estado disponga de un metabolismo político a prueba de bombas permite todo eso y mucho más. No se vino abajo con 40 años de terrorismo crudelísimo ni con las provocaciones institucionales de sus epígonos, mucho menos con estos desafíos éticos y estéticos al sistema que ofrece trampantojos como el del pleno del Congreso de los Diputados, porque la otra realidad se proyecta en el Palacio de las Salesas y en el desarrollo del juicio oral de la causa especial que juzga la Sala Segunda por rebelión, sedición, desobediencia y malversación a nueve políticos catalanes, cinco de los cuales fueron excarcelados —y festejados— el martes en la Cámara Baja y, en menor medida, en el Senado. ¿Cuál de los dos escenarios es más cierto: el pirotécnico del martes en la carrera de San Jerónimo o el del salón de plenos del Supremo?
La conversación entre Junqueras y Sánchez, en ese contexto parlamentario, admite dos versiones: es un intercambio de impresiones de ascensor o lo es de fondo. En el primer caso, carece de importancia real, aunque la tiene simbólica. En el segundo, el asunto es más serio. Porque siendo siempre necesario hablar, el presidente del Gobierno —ahora en funciones— tendrá que hacerlo con las autoridades catalanas y no con un procesado por graves delitos, por los que podría ser condenado. Por su parte, Junqueras sí tiene que preocuparse, porque la Fiscalía le pide hasta 25 años por un presunto delito de rebelión. Y los jueces no son políticos ni su labor es componer intereses sino aplicar la ley. De modo que el presidente de ERC debe tomar la respuesta de Sánchez a beneficio de inventario.
La izquierda representada por el PSOE y por Unidas Podemos va a tener que salir de su área de confort, en la que siempre se navega dialécticamente con el viento de popa, con la semántica blanda y la gestualidad integradora. A eso se suele llamar ‘progresismo’, en el que se deambula en la política y el periodismo con mucha comodidad. Comienza una legislatura en la que el separatismo catalán (“tenemos que hablar”) ya ha dado la medida de su inicial proclividad al diálogo: ninguna. Poco espacio deja para las decisiones complacientes.
Lo escribió Anatole France: “Gobernar siempre quiere decir hacer descontentos”
El “no te preocupes” de Sánchez al republicano sigue mostrando una disposición política que merecería la mayor consideración si aquellos que encuentran su ‘legitimidad’ política en el sedicente referéndum del 1 de octubre de 2017 regresasen a la realidad y, descabalgándose de su soberbia, admitiesen el fracaso de la asonada separatista. Así se entendería mejor la política de Sánchez de gestionar la situación con delicadeza. Pero nada hace suponer, contemplado el espectáculo del pasado martes en el Congreso y otros precedentes, que los acontecimientos vayan por ahí. La izquierda, si quiere gobernar de verdad, tendrá que salir de su narcisismo. Porque deberá reflejarse en el espejo de una realidad abrupta que le devolverá una imagen que aborrece. Lo escribió Anatole France: “Gobernar siempre quiere decir hacer descontentos”.