José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- Decir no, como ha hecho Costa con la izquierda extrema, tiene el coste de la incertidumbre, pero es la única manera de mantener la integridad de los proyectos políticos
Después de casi seis años de ‘gerigonça’ o alianza de las fuerzas de izquierda en Portugal, el Partido Socialista, liderado por António Costa, rompió con el Bloque (la versión portuguesa de Podemos) y con los comunistas y verdes (Coalición Democrática Unitaria) el pasado mes de octubre ante la negativa de sus antes aliados a aprobar los presupuestos. El socialista no cedió y lanzó el órdago: elecciones anticipadas que convocó el inteligente presidente de la República, Marcelo Rebelo de Sousa.
La jugada le ha salido bien al líder socialista porque ha obtenido la mayoría absoluta que no tenía (117 escaños de 230) y ha reducido drásticamente a la izquierda extrema: el Bloque pasa de 19 escaños a solo cinco y los comunistas-verdes, de 12 a seis. Acaba así un periodo significativo de la política portuguesa (2015-2021) que interesó mucho a Pedro Sánchez y otros dirigentes continentales. Tanto, que en enero de 2016 viajó a Lisboa a aleccionarse del manejo por el hábil Costa de una situación parlamentaria fragmentada.
Los paralelismos entre la situación política de España y Portugal hay que utilizarlos con cautela y salvando bien las distancias. Porque en nuestro país, el presidente del Gobierno ha montado una ‘gerigonça’ más complicada, ya que se estructura en dos niveles: Gobierno de coalición (con Podemos) y mayoría parlamentaria con partidos independentistas y nacionalistas (ERC, Bildu, PNV). Estos últimos no tienen corresponsales en Portugal, cuya unidad territorial no está en discusión. También hay que tener en cuenta que el PSOE dispone de 120 escaños de 350, a 56 de la mayoría absoluta en el Congreso (176), mientras que el PS portugués jugó la legislatura anterior con 108 de 230, a solo ocho de la de su Cámara (116).
Pero se produce una cuestión crucial: Pedro Sánchez y el PSOE en algún momento tendrán que decir “no es no” a sus socios, tanto en el Consejo de Ministros como en el Congreso. A riesgo de quedarse en un Gobierno en solitario —lo que podría suceder porque los presupuestos generales del Estado para 2022 garantizan la operatividad de las administraciones públicas y pueden ser prorrogados— pero evitando otro mucho peor: ser depredados por sus teóricos aliados que, en un proyecto crucial como el de la reforma laboral, le niegan el apoyo después de haberse comportado como bucaneros en las contrapartidas para aprobar las cuentas públicas de este año.
Decir que no tiene un alto valor histórico y actual y un significativo coste de incertidumbre y riesgo —Costa lo pronunció sin transigir más con sus socios sobre el presupuesto—, pero es frecuentemente la garantía para conservar la integridad de los proyectos políticos. El del socialismo español desde la transición democrática —también la hubo en Portugal con la Revolución de los claveles en abril de 1974, desafiando el poder de la dictadura de Oliveira Salazar, a la sazón en manos de su sucesor, Marcelo Caetano— ha consistido en comportarse como un partido de Estado, fiel a los principios constitucionales, aunque haya tenido que hacer concesiones —lo mismo que el PP— a unos nacionalismos —vasco y catalán— que han logrado distorsionar el sistema. Ahora no está en sintonía con su identidad socialdemócrata.
Para España es importante un PSOE fuerte y un PP que también lo sea. Y los dirigentes de ambos partidos tienen que conjugar verbos negativos a su izquierda y a su derecha. Y plantearse un horizonte razonable de colaboración porque en la política tumultuaria, en los planteamientos radicales y divisivos, no crecen las políticas constructivas sino las desquiciadas.
En palabras de Benigno Pendás, presidente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, “España tiene una deuda histórica con la moderación”. Algo diferente al centrismo, porque la moderación “no es, como a veces se piensa, no opinar, no pronunciarse o eludir el debate… Es una forma de entender la vida, de saber que el adversario sin duda puede tener buenas razones y que hay que discutir y argumentar. Pero en España, ser moderado suele confundirse con ser un poco cobarde o pusilánime… Cuando mejor han ido los países ha sido cuando los moderados —de derecha, de izquierda o de centro— han podido imponer sus planteamientos”. Acertadas reflexiones.
Si el PSD portugués hubiese evitado las elecciones anticipadas del domingo en Portugal y prestado los votos que requería el presupuesto de Costa, quizás ahora no estaría lamentando la pérdida de ocho escaños, la fuerte emergencia de la derecha extrema, que ha pasado de un diputado a 12, y un cierto resurgimiento de los liberales, que pasan también de uno a ocho escaños. Y si Casado —salvando las distancias entre los líderes de la derecha y del socialismo en Portugal— estuviera dispuesto a respaldar o abstenerse en la reforma laboral el próximo jueves —un ejemplo, entre otros posibles— desvalorizando así los votos independentistas vascos y catalanes y neutralizando al PNV, quizá tampoco se vería amenazado el PP como ahora lo está por Vox. Marcaría territorio.
Los populismos y los extremismos exigen políticas colaborativas de los grandes partidos de Estado que preserven los elementos estructurales del sistema político y restablezcan un modelo de relación en el que la discrepancia y el acuerdo —que en eso consiste la moderación— hagan arraigar una cultura cívica diferente a la actual. Portugal ofrece —en su eficaz modestia, aunque según Fernando Pessoa siempre conforme a su “cosmopolita” idiosincrasia— esa lección a izquierda y a derecha.