Me miraba al espejo… ¿Cómo podría creer nadie que yo llevara aquí 7.000 años, yo, que no habría nacido si mi padre no hubiera venido de Tanzania a hacer un cursillo de cooperativismo en Mondragón? No, por ahí no iba a ninguna parte, así que decidí cambiar de bando. Antes estaba con los de aquí y ahora me dicen que estoy con los que no son de aquí. ¿Podré llegar a ser lehendakari?
Si yo fuera Obama, está claro que nunca sería lehendakari. Hijo de vasca y de negro zumbón, y nacido en un pueblo de la costa, cerquita de Playa Gris y de Roca Puta y de otras zonas surferas, nacido, pues, digo, en zona surfera aunque no en Hawai, y joven ambicioso dispuesto a ir a por todas, no me cuesta imaginar cuál hubiera sido mi trayectoria obamaniana para lograr mi objetivo. Único mulato de la localidad, hubiera cumplido y hubiera hecho méritos, con lo que quiero decir que habría sido un buen joven y un buen estudiante, por color y por dolor seguramente, de manera que me habría ganado a pulso la consideración y el que pudieran decir de mí: beltza da, bai, baina oso jatorra. Virtuoso y universitario, por lo tanto, y ambicioso por derecho propio, mi inclinación personal, y tal vez la necesidad, me habrían predispuesto hacia la cosa pública, una elección vital con la que habría demostrado una extraordinaria confianza en mí mismo.
Dada mi singularidad, tendría poco que perder y mucho que ganar con esa opción, aunque se me presentara un dilema a la hora de hacerla efectiva. Como mulato en una sociedad dividida, y teniendo en cuenta mi vocación integradora, tenía que tomar partido, y tenía que hacerlo con perspectivas de éxito y sin traicionar mi objetivo principal. Negro o no, yo era uno de ellos, como me había esmerado en demostrar hasta entonces, y mi primera inclinación fue la de integrarme en la facción de los más ellos, de los más puros y blanquitos, de aquellos cuya simpatía me resultaba más indispensable como garantía de éxito. Pensé, además, que la dificultad del reto merecía la pena, ya que el simple hecho de que un mulato liderara la blancura implicaba ya el logro de mi principal objetivo político: si yo, un negro, podía liderar a los más blancos, la integración era un hecho y ya no habría lugar para banderías. Decidí, por ello, militar en el nacionalismo.
No puedo negar que bajo aquel primer impulso me sentí además agradecido. La vida me había ido bien y, pese a pequeños incidentes ya olvidados, mi negritud no me había resultado dolorosa. Nada me hacía pensar que yo no pudiera. Y mi íntimo agradecimiento aún me exigía una confirmación que lo potenciara. Me puse, pues, a ello. Y me esforcé. Me esforcé en practicar el bizantinismo, en el que el consejero Balza se me presentó como un consumado maestro. ¿Cómo se puede, me decía a mí mismo, ser lo uno y su contrario al mismo tiempo, ser plural y unilateral, cerrado y abierto, pendular y plomado, nacionalista y no nacionalista, independentista y autonomista, y todo ello sin solución de continuidad y sin rectificación ninguna? Pues bien, se podía, y logré articular un discurso barroco en el que nada significaba lo que parecía y en el que yo mismo me podía hacer pasar por blanco. Todo era puro swing, de aquí para allá y de allí para acá, y si se presentaba alguna dificultad era cuestión de pasar del swing al punch y todo resuelto. Hasta que un día, bueno, un día me resultó imposible aplaudirme.
Era un día otoñal, aunque algo triste, y me vi en el espejo diciendo esas cosas de que nosotros no datamos y llevamos aquí más de 7.000 años, y pasaron los celtas, y pasaron los romanos, y pasaron los godos, y, dije de pronto, hasta pasó un pobre negro, y llegué a la conclusión de que podría aplaudir esas cosas en boca de otros, pero que era imposible que no resultaran risibles en la mía. ¿Cómo podría creer nadie que yo llevara aquí 7.000 años, yo, hijo de la casualidad, que no habría nacido si a mi padre, del que había perdido la pista, no se le hubiera ocurrido venir de Tanzania a hacer un cursillo de cooperativismo en Mondragón y no se hubiera acercado un fin de semana a la costa a ver a los surfistas? No, ese no podía ser mi camino, por ahí no iba a ninguna parte, así que decidí cambiar de bando. Antes estaba con los de aquí y ahora me dicen que estoy con los que no son de aquí. Con esas premisas, me miro al espejo y me digo que me resultará difícil llevarles la contraria. ¿Creen ustedes que podré llegar a ser lehendakari?
Luis Daniel Izpizua, EL PAÍS, 6/11/2008