- Se ha convertido en el ‘viceautócrata primero del Gobierno’ de Sánchez. Ha enterrado el federalismo histórico del PSOE y el ‘asimétrico’ de Maragall para acuñar un ‘social-soberanismo confederal’ sin matices
Han pasado muy inadvertidas, demasiado inadvertidas, unas afirmaciones de José Luis Rodríguez Zapatero durante un mitin días atrás, en las que insiste en aquella idea que hizo célebre en 2006 de que el concepto de nación es “discutido y discutible”. El PSOE plasmó ese ‘ideario’ en el preámbulo del Estatuto de Cataluña, donde se sostenía, sin valor jurídico, pero sí simbólico y muy clarificador de lo que piensa el PSOE, que Cataluña “se define como nación”.
Por entonces, el difunto Alfredo Pérez Rubalcaba era su asesor áulico y el único escudero con ascendiente suficiente sobre Zapatero para marcar, al menos, alguna línea roja en una deriva soberanista que el PSOE empezaba a celebrar con gusto.
Hoy, Zapatero es el máximo, único y frecuente susurrador de Sánchez porque percibe en este sanchismo 3.0 reinventado -el del “punto y aparte”- el arrojo que él no pudo tener con su idea de España cuando era presidente. Entonces, el Tribunal Constitucional frustró todo su plan federalista para pervertir el modelo territorial español y transformarlo en una “nación de naciones”.
Zapatero ha dicho en Gerona que el “reconocimiento nacional de todo lo que representa Cataluña” tiene cabida en la democracia española. Y reclamó “avanzar en el reconocimiento de la identidad nacional de Cataluña” en esta legislatura. Las palabras, como los matices, son relevantes. ¿Quién ha de ‘reconocer’ una identidad nacional? Es de suponer… que un Parlamento. “Tiene cabida en la democracia”, afirmó. No dijo ‘en la Constitución’, en cuya reforma inicialmente pensada, con tintes evidentes de federalismo, también fracasó, por cierto, en aquellos años.
Una declaración de intenciones en toda regla
Para dimensionar hoy las afirmaciones de Rodríguez Zapatero, no basta con argumentar que se deben al fervorín de un mitin en Cataluña. Son una declaración de intenciones en toda regla, medida, meditada, convenientemente expresada. No son una improvisación. Habla con voz propia, igual que lo han hecho en sentido opuesto Felipe González o Alfonso Guerra mofándose del aislamiento reflexivo de Sánchez. Zapatero habla con Sánchez, por Sánchez, para Sánchez. Y para los socios independentistas. Zapatero es el ‘viceautócrata primero’ del Gobierno. Las suyas son palabras que entierran aquel concepto de “federalismo” que tanto ha invocado el PSOE en 145 años de historia. Son palabras que también dan por sepultado aquel otro engendro insolidario acuñado por Pasqual Maragall del “federalismo asimétrico”, por supuesto siempre marcado por el favoritismo hacia Cataluña. Esa era la asimetría. Si a eso se le añade la sonrojante aceptación del ‘lawfare’ judicial por parte del PSOE como moneda de cambio para todo, el modelo de Estado cruje por la cuaderna.
Lo que plantea Zapatero hoy es un Estado confederal de naciones reconocidas parlamentariamente, pero no constitucionalmente. No es lo mismo. Y eso enlaza con un concepto de la democracia asamblearia y orgánica, no representativa. Es un punto y aparte al ‘procès’ catalán para dar paso a otro ‘procés’, en este caso español. España no reconduce a Cataluña, sino que Cataluña reconduce a España con su teoría de la fractura -y del odio ideológico-, e impone su propio concepto de Estado al resto de España. Todo, con la participación ferviente del Gobierno de la nación como cooperador necesario, y arrastrando en el proceso a sus Cortes Generales. Siempre fue idea de Zapatero que los estatutos de autonomía, con rango de ley orgánica, aceptasen reformas del modelo de Estado que superaran, cuando no suplantaran, a la Constitución. Lo intentó en efecto en 2006, pero hoy el PSOE cuenta -cree contar, ahora sí- con un Tribunal Constitucional de mayoría sumisa que aceptará cualquier reforma que afecte a los pilares del modelo de Estado sin necesidad de tocar una sola coma de la Carta Magna.
«Lo que plantea Zapatero hoy es un Estado confederal de naciones reconocidas parlamentariamente, pero no constitucionalmente. No es lo mismo
La ofensiva de Sánchez no se dirigirá así sólo al poder judicial para alterar el modelo de mayorías vigente y poderlo controlar a capricho. Ni tampoco será solo una embestida para acallar a los medios de comunicación críticos. La tercera pata de su estrategia es crear el caldo de cultivo necesario, la atmósfera política y social precisa, que naturalice un referéndum soberanista. Y que normalice cualquier reacción social hasta anularla. Así ocurrió con los indultos, con la desactivación de la sedición, o incluso con la amnistía. No son solo los jueces o la Prensa. Lo que se persigue es la autodeterminación reconocida al menos como derecho, como consulta pública, como coartada para una pretendida “convivencia” y “concordia” cuyo objetivo real no es ninguna paz social, sino alterar el modelo de Estado. Se trata de disfrazar con conceptos básicos como ‘complejidad’ o ‘diversidad’, fácilmente porosos y biensonantes, la apertura de una suerte de proceso neoconstituyente, de un revisionismo que de facto dé por cancelada la Constitución.
Un proceso de hipnosis general
Ha empezado el goteo inquietante de relatos del PSOE para decir a los españoles que una consulta pactada con el separatismo no es para tanto, que conviene acostumbrarse, que hay que normalizarlo todo, que “España no se rompe”. Ha empezado un proceso de hipnosis general para una consulta que fuese aceptable para Junts y ERC al hilo de otra reforma estatutaria que, esta vez sí, contará con el aplauso del TC, incluso a prueba de magistrados rebeldes.
El resultado de las elecciones de mañana, paradójicamente, es poco relevante. Sea cual sea la fórmula de un hipotético gobierno o se repitan los comicios por los vetos cruzados, el alma soberanista que en su día impulsó el PSC ha metastatizado en todo el PSOE sin reversión. Lo relevante es que, ocurra lo que ocurra, el proceso de deconstrucción constitucional se acentuará porque en eso consiste el ‘muro’. Ese muro del sanchismo que ha apadrinado con ansias revanchistas Zapatero porque cree tener una deuda pendiente con esa extraña España que quiso fabricar y que las instituciones, y la lógica, le impidieron.