Cristian Campos -El Español
No le ha servido de nada a Oriol Junqueras ser buena persona. El Juzgado de vigilancia penitenciaria número 5 de Cataluña anuló ayer el tercer grado del líder de ERC y le envió de vuelta a prisión junto a Raül Romeva, Joaquim Forn, Jordi Sànchez y Jordi Cuixart, que también son bellísimas personas, aunque no tanto como él.
«Con el alma oscurecida por togas salvapatrias y una monarquía carcomida, heredera de la dictadura, se mantienen impasibles en la represión», dijo Carles Puigdemont en Twitter tras conocerse la noticia. Si lo leen con la vocecilla aflautada del Nodo se le pilla rápidamente el punto al nacionalismo catalán. Hagan la prueba.
El hipocritómetro nacionalista marcó máximos históricos tras el tuit de Puigdemont. Sólo hace falta leer el libro del expresidente fugado para darse cuenta de que el odio de este por España es un odio de morondanga en comparación con el que siente por un Junqueras que le traicionó tantas veces como pudo.
Junqueras jamás quiso la independencia. Si algo tenía claro el líder de ERC es que la independencia de Cataluña es imposible en la Europa del siglo XXI. Ni España iba a permitirlo, ni Alemania, Francia y el resto de naciones europeas tolerarlo. El plan real de Junqueras siempre fue llevar a Puigdemont al límite para que este se echara atrás en el último instante, convocara elecciones y ERC las ganara acusándole de traidor.
La cosa salió rana porque Puigdemont, en el último minuto, decidió echarse al monte y declarar la independencia. Le pudo más el temor a pasar a la historia como el presidente que no quiso la independencia que su instinto de conservación.
Existe una segunda tesis, la defendida por Arcadi Espada. Según esa tesis, el nacionalismo, lisa y llanamente, midió mal sus fuerzas. Es probable que sea cierta. Yo, sin embargo, creo que el nacionalismo puede medir mal sus fuerzas, pero suele medir muy bien sus cobardías.
Junqueras no odia a Puigdemont porque este huyera sin avisarle. El líder de ERC odia a Puigdemont porque este declaró la independencia. El objetivo de Junqueras no fue jamás una república donde se comiera helado cada día, sino unas simples elecciones autonómicas que le dieran la presidencia de la Generalidad como líder de un tripartito de ERC, PSC y Podemos. Esa ha sido siempre la triste realidad republicana.
Puigdemont odia a Junqueras porque le traicionó forzándole a seguir un camino que le conducía al precipicio de una vida como prófugo de la Justicia. Como en el chiste –»pasa tú primero, que a mí me da la risa»–, Junqueras fingió compartir objetivos con Puigdemont mientras secretamente confiaba en que este haría lo que cualquier ser humano racional en sus circunstancias: rechazar tirarse por el barranco.
Pero Puigdemont se tiró por el barranco y puso su vida, la de Junqueras y la del resto de su gobierno en manos de la Justicia española.
Junqueras no será ya nunca presidente de la Generalidad. El independentismo no verá jamás una Cataluña independiente. Puigdemont no volverá nunca a Cataluña y si lo hace será esposado y en un coche de la Guardia Civil. Cataluña se hundirá poco a poco en la irrelevancia, carcomida por el resentimiento y por sucesivos gobiernos tripartitos de izquierda nacionalista. Barcelona volverá a los tiempos previos a 1992.
Es un pronóstico optimista.
La anulación del tercer grado de los presos del procés coincidió ayer con la noticia de que la ministra Isabel Celáa ha rechazado la posibilidad de instar al gobierno balear a obedecer las sentencias del Tribunal Supremo que obligan a las escuelas de la región a dar un mínimo de un 25% de las clases en español.
Los presos han vuelto a prisión, pero su obra, la del nacionalismo, sigue viva gracias al PSOE. En los socialistas sí se puede confiar siempre.