Enrique Gil Calvo-El País
Tras el veredicto del ‘caso Gürtel’ ya nada ni nadie volverán a ser lo mismo
En la última semana de mayo una cascada de acontecimientos ha precipitado un imprevisto cambio de Gobierno, cuya causa última es la sentencia del caso Gürtel. Pocas veces se ha visto una demostración tan efectiva de la teoría de los juicios performativos, propuesta por John Austin en Cómo hacer cosas con palabras. Son aquellas declaraciones institucionales cuyo efecto automático es la transformación de la realidad social, así como de la identidad y los estatus de sus protagonistas. Es lo que ha ocurrido ahora, pues tras el veredicto del tribunal ya nada ni nadie volverán a ser lo mismo.
El primer afectado ha sido Rajoy, que sale desposeído del poder. Tras la sentencia, su deber democrático era dimitir, como harían sus colegas europeos, pero decidió aferrarse al cargo. Para ello se sabía autorizado por los precedentes de González y Aznar, que también se negaron a asumir sus responsabilidades en el ejercicio del poder. Pero hay una diferencia, y es que ellos nunca fueron sentenciados. Por eso ahora Rajoy y los suyos pretenden desvirtuar el sentido de la sentencia, haciéndose las víctimas de una tergiversación judicial como si fueran indepes. Pero es una posverdad inútil, pues en un Estado de derecho la magistratura posee el monopolio de la verdad legítima (Bourdieu dixit). Y cuando el jefe del Ejecutivo pierde la credibilidad por sentencia judicial, ya no puede ejercer su autoridad. De ahí la censura mayoritaria del Congreso, como en Fuenteovejuna.
El segundo actor transfigurado por la sentencia ha sido Pedro Sánchez, el hombre que censuró a Mariano Rajoy. Pero como en El hombre que mató a Liberty Valance (John Ford, 1962), no ha sido por mérito suyo sino como ejecutor designado por una coalición negativa que no votaba a su favor sino contra el presidente sentenciado. De ahí que pueda esperarse que actúe como su antecesor Zapatero en 2004, el presidente por accidente que, para compensar su falta de legitimación de origen, se creyó obligado a realizar temerarias proezas que le granjeasen legitimidad de ejercicio: cordón sanitario contra el PP, negociación con ETA, nou estatut català, etcétera. ¿Hará lo mismo Pedro Sánchez, como si hubiera acordado otro pacto del Tinell? Confiemos en que no, pero tampoco cabe descartarlo, pues nadie escarmienta en cabeza ajena.
Y el tercer afectado por la catarsis ha sido Puigdemont, que ha quedado desacreditado (como su testaferro Torra y su némesis Rivera). Todo el protagonismo mediático que acaparó durante el último año en su guerra simbólica de independencia se ha evaporado en los últimos siete días de mayo. La sentencia ha refutado su relato de una justicia dependiente del Gobierno, y la censura de Rajoy ha desmentido su encuadre de una democracia franquista. De ahí la rectificación de Torra, que renunció a nombrar consellers a prisioneros y fugitivos, y la desautorización del PDeCAT, que ha optado por desobedecerle y sumarse a la censura. Se abre así un tiempo nuevo, y el procés ya no volverá a ser lo que era.