Todos los organismos que han opinado sobre el devenir de la economía española en lo que queda de año y en el siguiente han dibujado escenarios semejantes. En verano estaremos amenizados por la Orquesta del Titanic, que alegrará las verbenas y los festejos. Luego, en otoño, habrá que nadar en aguas heladas, en medio de los grandes icebergs. La culpa, dicen, es de la inflación que reduce la capacidad de compra de los ciudadanos y lo hace con severidad, dado su enorme tamaño. Pero todas ellas dan por hecho un ritmo de crecimiento que se sitúa lejos de las optimistas previsiones iniciales, pero fuera también de la temida recesión. Ayer le tocó el turno a Funcas, que repitió el esquema: dos trimestres alegres, gracias al turismo, y un cuarto trimestre triste en el que rozaremos la recesión, pero sin caer en ella. Todo ello sumado a un primer trimestre que fue peor de lo esperado y se quedó en un raquítico 0,3%. Si es así, si el primero fue malo y el último se espera igual o peor, ¿cómo tendrán que ser los dos del medio para lograr el ratificado 4%? Yo soy muy malo con las cuentas, pero esto del PIB del 22 me parece un cuento.
En cualquier caso esto lo tenemos más o menos ‘descontado’. Lo que empieza a ser preocupante es la evolución de la balanza comercial. Tanto la europea como la española. Y en especial la alemana, que es el gran país exportador, que basa su economía en las ventas al exterior y que llevaba más de treinta años reflejando superávits comerciales. Le recuerdo que el dólar le ha chuleado la paridad al euro. El tipo de cambio es un arma de doble filo. Encarece nuestras importaciones y lo hace justo ahora cuando los precios de la energía, que compramos en dólares, presionan con dureza a nuestro IPC. Somos dependientes de ellas y no tenemos capacidad de sustituirlas por fuentes internas. No tenemos petróleo y hemos decidido -quizás con un temerario exceso de imprudencia- renunciar a buscar gas y adelantar el cierre de las centrales nucleares. También cerramos las de carbón, aunque es cierto que llegaba del exterior ante la escasa calidad y el elevado coste del carbón autóctono.
El lado bueno de la ecuación era que un euro débil favorecía las ventas al exterior, al abaratar nuestros productos y servicios en la misma medida que aflojaba el euro. Pero parece que nuestras exportaciones no avanzan al ritmo que nos exigen nuestras importaciones. La aparición de déficits comerciales es otro signo de la maldad de los tiempos que corren. Pero, tranquilo, vuelva al principio. Ahora toca bailar con el sonido de la orquesta…