Carlos Sánchez-EL CONFIDENCIAL

  • La deuda pública se ha convertido en un problema crónico. Como sucede con el paro juvenil, España ha sido incapaz de reducirla, incluso en periodos de expansión económica

La RAE define la histéresis de una forma extremadamente prolija: “Fenómeno por el que el estado de un material depende de su historia previa y que se manifiesta por el retraso del efecto sobre la causa que lo produce”. Como apenas se entiende, los físicos lo han explicado de una manera mucho más precisa. La histéresis se produce cuando un material tiende a conservar una de sus propiedades en ausencia del estímulo que la ha provocado. El ejemplo más conocido es el del hierro, capaz de mantener su magnetismo una vez que el campo magnético que ha suscitado esa propiedad ha sido retirado —por ejemplo, un imán—. 

Los economistas, sin embargo, son quienes más frecuentemente utilizan este término. Normalmente, en periodo de crisis. Su definición es la más práctica, como corresponde a la ciencia lúgubre, en feliz expresión de Carlyle. La histéresis, según los economistas, es un fenómeno que hace posible que lo que ocurre en el corto plazo, por ejemplo, una elevada tasa de desempleo, tenga consecuencias en el largo plazo. Es decir, un paro persistente en el tiempo y que tiende a ser estructural aunque hayan desaparecido las causas iniciales que lo provocaron (el estallido de una burbuja inmobiliaria o una pandemia).

El desempleo entre los jóvenes con edades comprendidas entre 20 y 24 años, sin ir más lejos, nunca ha sido en España inferior al 14% (cuarto trimestre de 2006), ni siquiera cuando la economía crecía un 5%. Hoy se encuentra en el 36,5% sobre la población activa, lo que indica que el desempleo juvenil es un problema crónico y se transmite de generación en generación. Como la histéresis.

Algo muy parecido sucede con la deuda pública. España rompió la barrera del 60% del PIB en 2010 (límite que marca el pacto de estabilidad de la UE), pero desde entonces se ha duplicado, hasta situarse en 2020 en una cifra equivalente al 120% del PIB. Tan solo entre 2014 (100,7%) y 2019 (95,5%) cedió algo, al calor de la recuperación —crecimientos cercanos al 3% de media—, pero a un ritmo tan lento que España hubiera necesitado 35 años para cumplir lo establecido en el Tratado de Maastricht.

Un endeudamiento colosal

Detrás de esta evolución están, lógicamente, los abultados déficits públicos, que han obligado al conjunto de las administraciones públicas a endeudarse en los últimos 10 años en 696.417 millones de euros. Es decir, casi 70.000 millones al año.

¿Qué ha sucedido con otras economías de su entorno? En particular, Portugal e Italia, e, incluso, Francia. Pues que el crecimiento del endeudamiento ha sido mucho más moderado. Obviamente, porque los niveles de déficit anuales han sido menores en Lisboa, Roma y París. La política monetaria del BCE, como se sabe, es única y, por lo tanto, fija los tipos de interés para todos los Estados miembros.

Entre 2011 y 2020, en concreto, la deuda pública ha crecido en España un 72%, muy por encima del 30% de Italia (que partía de una situación notablemente peor) y a años luz de Portugal, un 17%. También, más del doble que en Francia, un 32%, lo que refleja las dificultades de la economía española para reducir los niveles de deuda. Pero es que en la zona del euro, donde se incluye a los países con mayor estabilidad en sus finanzas públicas, el crecimiento ha sido de apenas el 12%.

Es más, si se pone el foco en lo que sucedió unos años antes, en marzo de 2008, cuando empezaba a asomar la anterior crisis económica, el endeudamiento público ha crecido en nada menos que 80 puntos del PIB. Esa es la factura para la economía española del creciente endeudamiento durante los últimos 12 años. De crisis a crisis.

La gran burbuja

No es de extrañar, por eso, que la Comisión Europea haya incluido a España entre los ocho países de ‘alto riesgo’, junto a Bélgica, Francia, Italia, Portugal, Rumanía, Eslovenia y Eslovaquia (la UE considera a Grecia un caso aparte). ¿Por qué motivo? Simplemente, porque el déficit, que es la fuente de la que bebe la deuda pública, se ha vuelto crónico, y no es un juicio de valor. Es la constatación de lo que ha sucedido en la economía española en las últimas décadas. Solo entre 2005 y 2007 se alcanzó un superávit nominal (no estructural), y para ello fue necesario crear una inmensa burbuja que antes o después, como sucede con todos los crecimientos desorbitados de los precios, tenía que estallar. Y eso es, exactamente, lo que ocurrió.

Pero es que, si se mira todavía más atrás, el resultado es inapelable. En 1980, al comienzo de la democracia, la deuda pública representaba apenas el 15% del PIB; cuatro décadas más tarde, ha alcanzado un récord del 120%. 

Habrá que esperar, de hecho, hasta 2029 para bajar del 3%, lo que refleja el desequilibrio entre ingresos y gastos 

Es verdad que el agua pasada no mueve molinos, y por eso conviene atender a las previsiones que han hecho los servicios técnicos de la Comisión Europea. Y lo que sostienen es que el saldo primario de la economía española (el déficit sin contar el servicio de la deuda) seguirá siendo negativo al menos hasta 2031. Tan solo este año se situará en un -7,1%.

 Habrá que esperar, de hecho, hasta 2029 para bajar del 3%, lo que refleja que el desequilibrio entre ingresos y gastos es de naturaleza estructural y no coyuntural asociada a la pandemia o al cambio de ciclo económico. Obviamente, salvo que se adopten medidas en ambas direcciones. Tan estructural que la propia Comisión Europea, en su último informe sobre la sostenibilidad de las deudas públicas (febrero de 2021), estima que el déficit ajeno a la coyuntura no bajará del 3% hasta 2031. Es decir, una década por delante en la que el endeudamiento seguirá engordando.