JOSEBA ARREGI, EL CORREO – 14/08/14
· No hay un mínimo consenso sobre el significado, dirección y contenido de lo que está comenzando a suceder.
La referencia al siglo XXI se ha convertido en obligatoria para algunos políticos de la llamada nueva ola. Percibiéndose a sí mismos como representantes de esa novedad, se sienten obligados a reclamarse de lo que, supuestamente, exige el nuevo siglo, que ya no es tan nuevo. No valen políticos del siglo pasado, hacen falta políticos del nuevo siglo, del siglo XXI, lo cual en los comentarios de no pocos periodistas va unido a las nuevas tecnologías, a los nuevos modos de comunicación, convergiendo todo ello en la exigencia de una nueva democracia, o al menos en una nueva forma de democracia.
La referencia al siglo XXI a veces esconde más de lo que enseña, pues uno no sabe si detrás del XXI no se halla simplemente el I, es decir, si la referencia al siglo XXI en realidad no quiere decir que la historia empieza de nuevo, y que empieza con los que ahora están llegando al poder, o, más bien, se están colocando en los instrumentos que con el tiempo les llevarán, o no, al poder, los partidos políticos.
Si la referencia es realmente al siglo XXI, entonces quienes recurren a ella debieran saber que no hay XXI sin XX, y sin todos los siglos anteriores. Y que si el XXI no puede ser entendido de ninguna forma sin todos los siglos que le preceden, esta evidencia significa mucho más de lo que están dispuestos a reconocer. El XXI viene cargado con las aportaciones y con los problemas irresueltos de todos los siglos que le preceden, viene cargado con las ilusiones y los sueños, pero también con los fracasos y las quiebras de todos los siglos anteriores.
En una entrevista reciente, el nuevo secretario general del PSOE, uno de los que más reclaman ser del siglo XXI frente al presidente del Gobierno, a quien tilda de ser referente del siglo pasado, decía que él defiende los valores del socialismo que posee una tradición más que centenaria –sabe, pues, que no hay XXI sin XX, e incluso sin XIX– pero añade que es preciso seguir defendiendo los mismos valores con nuevos instrumentos, olvidando que precisamente uno de los elementos nucleares de la cultura moderna que no nace precisamente con el siglo XXI radica en la separación, nada inocente, de medios y fines, de valores e instrumentos a su servicio.
Aunque la adscripción de la frase puede ser controvertida, dicen que san Bernardo de Claraval decía que cada nueva generación puede ver más lejos que la anterior porque está montada sobre sus hombros. Si el siglo XXI no se erige sobre el XX con todas las consecuencias, quienes tanto se reclaman de él no verán más lejos, sino que, siendo todavía infantes sin tradición que les soporte, no ven más que lo más cercano, espacial y temporalmente hablando, no ven más que lo local y no ven más que el presente.
No es cuestión de negar que probablemente nos encontremos en momentos en los que algo nuevo está a punto de ver la luz. El problema radica en que no es nada fácil poner en conceptos lo que está sucediendo, que no hay ni el más mínimo consenso sobre el significado, la dirección y el contenido de lo nuevo que está comenzando a suceder entre nosotros. Y el problema radica en que, sumergidos como estamos en el imperativo de lo inmediato, estamos inmersos en interpretaciones tan sometidas al imperio del momento –libros y análisis que son viejos antes de ver la luz pública– que no dejan ver, no dejan recordar ni permiten mirar a análisis que, aunque más viejos, probablemente sean más relevantes y aporten más al intento de entender lo que está sucediendo.
Las nuevas tecnologías no pueden ser en sí mismas la solución, pues como producto humano que son vienen acompañadas de ambigüedad y su uso ha estado y está tanto al servicio del progreso como de la reacción más absolutista. Es evidente que sin las clases medias no es posible ganar elecciones y gobernar para cambiar el rumbo de las cosas, pero las clases medias de hoy no son las que eran antes, cuando todavía existía algo que se llamaba el proletariado no subsumido en la referencia genérica a las clases medias, a quienes por cierto en la tradición marxista se las definía como pequeña burguesía. Si todas las clases sociales, menos los extremos, se han convertido en clases medias, todo es clase media y nada es clase media. Lo que no significa que esa amalgama social sea portadora de un interés común de clase y que, por tanto, no obligue a tomar decisiones políticas priorizando algunos intereses de esas clases medias sobre otros intereses de esas mismas clases medias que lo son todo.
Es importante resaltar que la referencia al siglo XXI como referencia a lo nuevo que quiere arrinconar lo viejo representado por otros políticos y otras políticas, viene de la mano de un voluntarismo nada inocente. El mismo término ‘podemos’, usado por quienes pretenden representar mejor que nadie la nueva ola, si algo significa es poder y voluntad. En esto no parecen diferenciarse demasiado de la que critican como casta, que al parecer sólo piensa en términos de poder y de voluntad.
Pero la voluntad –si se quiere, se puede– no lo puede todo. Los cambios tecnológicos han cambiado la economía de productiva a consumidora, y ello trae como consecuencia la desaparición de la estructura de clases de la sociedad moderna y de los partidos de masas –por eso ahora todo es clase media–. Con ello la definición del bien común, del interés general, se ha convertido en tarea mucho más difícil y compleja de lo que era todavía no hace mucho tiempo. Y como consecuencia, la priorización de unos derechos sobre otros más urgentes y más complicados. No basta para definir una nueva política y responder a los desafíos presentes con poner afirmaciones seguidas unas junto a las otras, diciendo lo que quieren oír todos los segmentos que componen las susodichas clases medias, y confiando en que para su cumplimiento baste con voluntad y con creerse representante de lo nuevo, como si las dificultades para llevarlo a cabo se hubieran acabado con el siglo XX.
JOSEBA ARREGI, EL CORREO – 14/08/14