Ignacio Marco-Gardoqui-El Correo
Le dije el otro día que estaba más perdido que Livingstone cuando le encontró Stanley. Bueno, pues desde entonces me he despistado aún más. Le oí al presiente Sánchez que la economía española rebosaba por las costuras y éramos la envidia europea. Correcto, pero nada más terminar de autoalabarse se dedicó a desgranar un completísimo paquete de medidas ¡anti crisis! Vamos a ver. ¿Somos el asombro de Damasco o estamos en una crisis tan grande que para evitar sus efectos perniciosos necesitamos desplegar un abigarrado plan de medidas que afectan a la cesta de la compra, la energía, el transporte, etc?
La economía española emite señales contradictorias y depende de en cuál se fije uno obtiene conclusiones muy dispares. Si mira el crecimiento de forma aislada estamos tonteando con la recesión, pero si la observa en comparación con Europa vamos por encima de la media. Si se fija en la cifras ‘brutas’ del empleo, sin matizaciones, y nos comparamos con nosotros mismos vamos genial. Si lo hacemos con Europa o con la OCDE ocupamos el furgón de cola, muy lejos de la locomotora. Si analizamos industrias importantes como el automóvil o sectores como la vivienda vamos mal, pero si entramos en un supermercado o paseamos por las calles del centro vemos colas enormes en las tiendas y restaurantes y bares atiborrados, como si no hubiese un mañana. Y así, con casi todo. Por eso no les extrañe que Pedro Sánchez encuentre motivos para el entusiasmo y se vea obligado inmediatamente a desplegar todo un completo y carísimo paquete anticrisis.
Si de la economía saltamos a Cataluña, que es el otro dolor de nuestra actualidad, nos pasa algo parecido. Resulta que el Gobierno se jacta de haber alcanzado una ‘Pax catalana’ tras décadas (o siglos en su relato) de conflicto y recuerda con razón que a él no le han convocado ningún referéndum. Pasa por alto el coste de esa actuación que le recuerdo brevemente: indultos, eliminación del delito de sedición, modificación del delito de malversación y, por fin, promesa de amnistía, condonación de miles de millones de la deuda y promesa de un régimen ‘singular’ de financiación con traspaso incluido de la Agencia Tributaria.
Pasa por alto que el verdadero objetivo de tamañas concesiones es conseguir los apoyos necesarios para su investidura. Pasa por alto que calificar la situación de pacífica es una hipérbole descomunal, cuando no han abandonado la unilateralidad, han asegurado que lo volverán a hacer y han calificado todo como el punto de partida y ahora van alegres y combativos hacia el punto de llegada que es el referéndum. Y todo ello trufando el camino con amenazas constantes y explícitas de dejar caer al gobierno ante el mínimo titubeo en el programa de viaje.
La pregunta no es qué quieren los independentistas. Eso ya lo sabemos, porque no los recuerdan con frecuenia: la independencia. La pregunta es ¿con qué se conformarían a cambio de tanta cesión? Si les creemos ya sabemos la respuesta. Con nada, lo quieren todo. Entonces, si al final vamos a llegar al borde del abismo, ¿para qué sirve acercarse a él y acortar la distancia? Ganamos tiempo sí, pero reducimos el coste de la locura. Con policía y sanidad propias, con la educación dominada, con las infraestructuras traspasadas, la hacienda prometida y la Seguridad Social discutida, ¿qué queda del Estado? ¿De qué habrá que independizarse? En cuanto solucionemos el problema del encaje del Barça en la Liga española -o en la francesa, quizá-, todo estará solucionado y la independencia les saldrá gratis, pues habremos pagado hasta la cama.
¿Entiende ahora mi despiste?