Jesús Cacho-Vozpópuli
Iván Redondo se ha ido o, mejor, le han dado una patada en el culo, pero en las sentinas de Moncloa queda todavía gran parte de ese ejército de personajes contratados a dedo con el encargo de maquinar noticias, redactar discursos y preparar argumentarios, porque es evidente que el señor presidente tiró de esa mina de sortilegios creada por Iván para adornarse con un repertorio de frases y dichos tan tópicos como vacíos de contenido en su despedida del jueves, antes de partir rumbo a Doñana, que el chico necesita descansar y recuperar resuello para los dos años de puro ejercicio en el alambre que le quedan por delante. Es el mismo Pedro Sánchez que al día siguiente se presentó en Salamanca, reunión de pastores oveja muerta, sin esa Ley de Pandemias que prometió a los presidentes autonómicos hace tiempo para combatir las variantes del virus, y el mismo Pedro que ahora se apunta a «medalla de oro» por haber vacunado a no sé qué porcentaje de la población (algo ciertamente a celebrar sea quien sea el autor del milagro), después de haber endiñado a esos mismos capos regionales la gestión de la pandemia para esquivar responsabilidades.
Ninguna sorpresa. Es el mismo personaje que en EEUU ensalza el español como lengua de progreso y que en España consiente la existencia de territorios cuyos líderes, a la sazón socios parlamentarios suyos, no permiten a los padres escolarizar a sus hijos en la lengua común de los españoles, caso sin parangón en el mundo occidental. Un tipo sin principios. Y sin complejos. Presumió también de logros económicos tras una semana donde todo han sido malas noticias para el desempeño futuro de la economía. «El verdadero problema de todo este asunto es que Sánchez es un doctor en Economía y un profesor en esa misma materia que, evidentemente, no sabe una palabra de la asignatura, que se ha doctorado con una tesis que ni él mismo había leído y cuyo tema es tan inane e insípido que ya el proyecto no debía haberse admitido a trámite; la historia de esa tesis es una vergüenza no sólo para él y todos los que intervinieron en ella; es un desdoro para España en su conjunto, porque tener un presidente que se ha doctorado de manera fraudulenta revela estándares educativos y éticos muy bajos». La frase pertenece a Gabriel Tortella, catedrático emérito de Historia Económica en Alcalá, en una ‘Tercera’ de ABC aparecida el jueves. Se refería el prestigioso historiador al fracaso del reciente viaje de Sánchez a los USA. Cosas de un presidente «cum fraude».
De modo que el chico se sintió obligado en su despedida veraniega a presumir de logros económicos. Veamos. El Gobierno anunció el martes el techo de gasto no financiero para la elaboración de los PGE de 2022, tope que en los de 2021 significó un brutal salto adelante de 73.198 millones (pasó de 122.899 en 2019 a 196.097 millones en el año en curso), una escalada frenética (59,5% en un solo ejercicio) que se consolida en las cuentas públicas, porque ese es el riesgo de este tipo de decisiones, y que para 2022 aumenta todavía un poco más, hasta los 196.142 millones, porque el déficit y la deuda importan un bledo al maestro Sánchez y porque Bruselas metió en la nevera el Pacto de Estabilidad y allí sigue. Que el Gobierno de un país desarrollado, en la situación por la que atraviesa su economía, presuma de «los Presupuestos más caros de la historia» deja a la intemperie su ideología, su nivel de formación y la irresponsabilidad de un personaje decidido a utilizar las cuentas públicas como piedras con las que enlosar su camino hacia el Poder. El techo de gasto ha venido acompañado por el anuncio de una nueva subida del SMI –nuevos despidos para los jóvenes peor formados–, y de una oferta récord de empleo público, (nada menos que 30.455, asunto del que también se vanagloria este Ejecutivo de maestros Ciruela). Precisamente el viernes contaba este diario que uno de cada cuatro empleos creados en el último año es público.
Todo lo que hace este Gobierno en términos de gasto público va dirigido a consolidar una clientela electoral capaz de mantenerle en el poder y en contra de los intereses a medio y largo plazo de la economía
Esta es una economía con un déficit estructural cercano a los 6 puntos de PIB, una cifra que ronda los 75.000 millones que todos los años hay que financiar con deuda para que la bicicleta no se pare. Una deuda que ha ya escalado al 125% del PIB. Pero financiar el gasto con deuda es una barbaridad en si misma que solo se explica en circunstancias tan extraordinarias como la provocada por la pandemia y siempre y cuando sirva para mantener empleo y generar crecimiento. Porque en otro caso es pan para hoy y hambre para mañana. Un atraco a mano armada a las generaciones futuras. Un crimen. Pues bien, todo lo que hace este Gobierno en términos de gasto público va dirigido a consolidar una clientela electoral capaz de mantenerle en el poder y en contra de los intereses a medio y largo plazo de la economía y de su capacidad para crecer de forma sana y sostenible. Un Gobierno responsable, en una economía que empieza a dar señales evidentes de salir del pozo, debería ir pensando en un programa de consolidación fiscal a medio plazo destinado a reducir de forma paulatina déficit y deuda, no en presumir de gastar más y mejor como si no hubiera un mañana, gastar un dinero que no es tuyo y que habrá que pedir a los mercados el día en que el BCE deje de comprar todo la deuda que emites.
Todo lo que hace este Gobierno en materia económica es puro dislate, en línea con la frase del economista y pensador Thomas Sowell según la cual «el fraude que supone la preocupación de la izquierda por la pobreza queda expuesta por su absoluta falta de interés a la hora de fomentar la riqueza de la nación». Y otro tanto ocurre en materia política. Al cónclave autonómico de Salamanca se ha dignado asistir el lendakari Urkullu, y lo ha hecho después de arrancar al Gobierno Sánchez la transferencia de tres nuevos tributos y de pactar nuevas cesiones a la lista de la compra. Alguien ha apuntado que «esta debe ser la España multinivel» de la que habla la ponencia marco del próximo congreso del PSOE. La España de ricos y pobres. La España de los que contribuyen a los gastos comunes y la de quienes los eluden enarbolando privilegios forales y/o apoyos parlamentarios a Gobiernos en minoría. Noticia de esta semana: «La Generalitat verá perdonados 1.024 millones que adeuda al Estado si apoya los Presupuestos de 2022». Y más: el Govern exigirá 56 traspasos en la reunión «bilateral» Gobierno-Generalitat que tendrá lugar mañana lunes: «Los queremos todos y los queremos rápido», ha dicho un tal Puigneró, vicepresidente catalán, quien ha lamentado que Sánchez no haya incluido los fondos europeos en el orden del día, que es sabido que a los convergentes no hay cosa que más les disguste que el dinero. Todo un país rehén de Sánchez y su banda o el final de la España de ciudadanos libres e iguales ante la ley.
Razón por la cual el meollo de la despedida veraniega estuvo centrado en atacar a un PP que bastante tiene con lo suyo. El enfado presidencial está centrado en la negativa de los populares a renovar los órganos del poder judicial. Es verdad que los partidos políticos españoles han concebido siempre la Justicia como una ramera de la que servirse a conveniencia. Ocurre que el PSOE ha llegado al poder pero no ha podido ocuparla del todo, situación que juzga intolerable. Lo tendría fácil si se aviniera a permitir que los jueces, como ordena el mandato constitucional, nombraran a sus propios representantes, pero el socialismo siempre ha entendido que eso es cosa demasiado importante como para dejarla en manos del personal togado. Y resulta que, con el sátrapa apalancado en Moncloa, la Justicia se ha convertido hoy en baluarte último contra la demolición del edificio constitucional. Sánchez necesita ocuparla poniendo al frente a sus Conde Pumpido para convertir la separación de poderes en papel mojado y acelerar el tránsito hacia ese nuevo régimen coronado por la España Federal o Confederal, al gusto del zascandil Iceta.
En su reciente libro ¿Seguimos en democracia? (L’Observatoire), la periodista y ensayista gala Natacha Polony formula una denuncia contra «esas elites que aspiran a torcer la democracia para imponer su concepción de la sociedad a un pueblo desposeído de su soberanía», añadiendo que «la población ya no soporta ser tratada con condescendencia por quienes dicen saber lo que es bueno para los demás». En España, un creciente número de ciudadanos no soporta ser engañado de forma sistemática por un personaje a quien su propio partido expulsó por considerarlo muy capaz de hacer lo que ha terminado haciendo en cuanto volvió a apoderarse de Ferraz. ¿Sigue siendo España una democracia? Es una pregunta muy pertinente después de que el Constitucional declarara inconstitucional el primer estado de alarma que otorgó a Sánchez poderes excepcionales marginando al Parlamento. La pandemia ha venido a acentuar el peligro que para la calidad de una democracia tan debilitada como la española supone el acceso al poder de un personaje dispuesto a aliarse con los enemigos de la nación para mantenerse en el mismo.
La degradación del Estado de Derecho es una realidad innegable en la España de Sánchez. Si bien sería un exceso afirmar que vivimos bajo una forma de dictadura, no lo es en absoluto asegurar que todos los supuestos están dados para caminar con rapidez hacia un régimen autoritario
La lucha contra el virus ha venido acompañada con una serie de limitaciones, cuando no auténticas restricciones, a libertades esenciales en forma de cierres, toques de queda y otras medidas restrictivas a la libertad de movimiento. Año y pico después del estallido de la crisis sanitaria, las CCAA se hallan embarcadas en una nueva carrera por limitar derechos ciudadanos, hasta el punto de que, en pleno delirio, uno de sus presidentes ha venido a proponer que la mascarilla sea obligatoria de diciembre a marzo «para siempre«. Nadie protesta. Como afirma el chileno Axel Kaiser, «los tiempos en que, por una ilusión de seguridad, las masas exigieron la represión de sus libertades a elites gustosas de complacerlas dejarán profunda huella». Nadie parece considerar la merma de esas libertades como un grave problema de orden moral que limita nuestra cualidad de hombres libres. Mansamente pasamos de la condición de ciudadanos a la de súbditos. España no figura entre las 23 «democracias plenas» (apenas el 8,3% de la población mundial) identificadas por The Economist entre 167 países analizados. La calidad de las instituciones ha retrocedido en lugares tan emblemáticos como Francia y, desde luego, en España, donde la suma de Sánchez y Covid ha resultado una combinación letal. Sobrevolando el edificio del Estado de Derecho, la democracia se asienta sobre una suerte de consenso que desde las instituciones derrama en cascada una corriente de sentido común, moderación y diálogo. La democracia es también una cultura, una forma de pensar las relaciones humanas. Nada de eso existe en la España de Sánchez, empeñado en una visceral polarización sobre la que ha pretendido desde el principio basar su poder. Gobernar para los suyos, marginando a la mitad de la población mediante leyes (Ley de Memoria Histórica antes, de Memoria Democrática ahora) convertidas en trágalas destinadas a reinventar la historia e imponer un modelo de sociedad de izquierda radical. El viejo comunismo travestido de ecologismo, feminismo y otros ismos. Y el deseo consciente de partir la sociedad en dos bloques irreconciliables.
La convivencia parece seriamente dañada, y basta repasar tanto las redes sociales como los medios convencionales para detectarlo. Vivimos una especie de guerra (civil) fría, que no pasa a mayores porque la española es hoy una sociedad alfabetizada, mucho más rica y sobre todo mucho más cobarde de lo que era en los años treinta del siglo pasado. El final del proceso se traduce en una pérdida de oportunidades de crecimiento que los fondos europeos en modo alguno lograrán contrarrestar, porque apenas servirán para visualizar una nueva hornada de millonarios amigos de Sánchez («Ya sabes, José Luis, que te tienes que ir», salutación a su íntimo amigo Ábalos a primera hora del sábado 10 de julio), en la contracción del país a largo plazo provocada por las leyes educativas del aprobado general, en la explosión de un Estado elefantiásico que reclama para sí el derecho a tutelar la vida de todos de la cuna a la tumba, en la huida del talento joven hacia otros lugares con futuro, en la depauperación de las clases medias, en la exaltación de la política clientelar y la pérdida paulatina de libertades ultrajadas por el nuevo poder populista, a la manera de lo que está ocurriendo en tantos países latinoamericanos.
Sánchez es apenas un monigote manejado por «la banda» que le sostiene en el poder, obligado a pagar el precio que le pidan para seguir en el poder. A un coste altísimo para España. «Nunca los hombres tuvieron tantas razones para no matarse entre sí» escribió Raymond Aron en 1960. «Y nunca tuvieron tantos motivos para sentirse socios de una misma empresa. Pero no creo que el futuro de la historia sea pacífico. Sabemos que el hombre es un ser razonable, pero ¿lo son los hombres?». A los españoles nos va a tocar pronto elegir entre ser razonables o desaparecer como país. En efecto, País Vasco y Cataluña caminan aceleradamente hacia una suerte de independencia de facto, si no de iure. Un País Vasco en el que no se advierte vida inteligente fuera del paraguas del PNV, y una Cataluña reservada en exclusiva para el 26% del censo que vota nacionalista. Con el Estado asumiendo tácitamente tal desastre y mirando hacia otro lado. «Esta crisis ha consolidado el Estado de las Autonomías», aseguró en Salamanca –nueva pantomima a mayor gloria de Su Sanchidad– el gallego Núñez Feijóo. Y en efecto, la pandemia ha consolidado un desastre, ha puesto en clamorosa evidencia el fracaso del Estado de las Autonomías o la impúdica exhibición de 17 estaditos luchando por imponer su modelo para contrarrestar la pandemia al grito de «muera la libertad».
La degradación del Estado de Derecho es una realidad innegable en la España de Sánchez. Con la mayoría de los medios de comunicación en quiebra técnica y una total dependencia del Ibex y/o de las ayudas oficiales, y unas elites empresariales y financieras, representadas por CEOE, que de rodillas esperan como agua de mayo la parte del león de esos 72.000 millones gratis total que llegan de Uropa y que Sánchez se dispone a repartir con total liberalidad –libertinaje– desde su atalaya de Moncloa, se puede afirmar sin miedo a error que, si bien sería un exceso afirmar que vivimos bajo una forma de dictadura, no lo es en absoluto asegurar que todos los supuestos están dados para caminar con rapidez hacia un régimen autoritario. Lo confirma un entorno liberticida en pleno auge, y un líder populista de izquierda radical dispuesto a consolidar su poder manteniendo la ficción electoral cuatrienal. Se llama Pedro Sánchez Pérez-Castejón, y resulta ser un tipo que no puede aparecer en ninguna plaza española sin ser convenientemente abucheado. Resiste el último bastión, una parte de la Justicia. Este es el panorama desde el puente que se divisa de España al arrancar el mes de agosto. Pero no se aflijan demasiado, y disfruten de sus vacaciones. En esta historia hay alguien que todavía no ha sido consultado: el pueblo español. Como se demostró el 4 de mayo en Madrid, sigue teniendo la última palabra.