Jesús Cacho-Vozpópuli

Enredados en la arboladura de la gran crisis española, vuelven a la superficie los viejos tópicos nacionales. El “España es el problema y Europa la solución” que dijo nuestro intelectual de guardia allá por un lejano 1910. Pero, ¿sigue siendo Europa la solución a los problemas de España? ¿Es Europa, en general, y la Unión Europea, en particular, la garantía de progreso material, el sostén de la democracia liberal, la muralla que protege nuestras libertades individuales y colectivas, hoy amenazadas por el Gobierno de extrema izquierda que padecemos? Aunque, de acuerdo con el último Eurobarómetro conocido (invierno de 2022), los españoles siguen siendo los más proclives al proyecto comunitario (el 81% se siente ciudadano de la Unión, frente al 71% del global europeo, y solo el 19% se manifiesta crítico, frente al 28% del total), en los últimos tiempos un sentimiento de desconfianza generalizado crece con fuerza entre la clase media urbana española hacia lo que la UE (llamémosle Bruselas por simplificar) ha representado para el país desde un ya lejano junio de 1985, fecha de la firma del Acta de Adhesión a las Comunidades Europeas.

Nadie entiende que Bruselas esté respaldando, o al menos otorgando el beneficio del silencio, a la profusa legislación, tanto en materia económica como social, que este Gobierno está introduciendo a uña de caballo en los últimos tiempos, legislación que dibuja un panorama de país alejado de los principios rectores de una economía de libre mercado, en lo económico, y de los valores de una sociedad laica y moderna, sí, pero con profundas raíces en la tradición cristiana. La última reforma de las pensiones remitida a Bruselas, por ejemplo, es un desatino que agravará las tensiones financieras de un sistema que arrastra una deuda superior a 1,5 billones (la propia de la Seguridad Social supera ya los 100.000 millones) y que terminará por explotar si el próximo Gobierno, sea el que sea, no la enmienda de inmediato, no ha merecido, de momento y que se sepa, la menor crítica por parte de la burocracia comunitaria. Sí, es verdad que las cosas de palacio van despacio en unas instituciones inmersas ahora mismo en su propia colosal crisis, instituciones, empezando por la propia Comisión, entre las que el presidente Sánchez simula pasearse como Pedro por su casa, nunca mejor dicho, y sin el menor reproche, en parte gracias a la extraordinaria labor de comunicación y de imagen que su Gobierno ha realizado allí en su favor.

Nadie parece haber advertido a Von der Leyen de la existencia en España de un Gobierno de izquierda radical que ha indultado a los condenados del “procès” catalán, que ha suprimido el delito de sedición dejando indefenso al Estado frente a sus enemigos, y que ha abaratado la malversación de dinero público, entre otras muchas barbaridades de parecido tenor, todo ello por exigencia expresa de los socios de extrema izquierda que le sostienen con sus votos en el parlamento. Que se sepa, nadie ha expresado en Bruselas la menor objeción a la existencia en España de un Gobierno populista que pone en serio riesgo la democracia liberal. Un Gobierno que acaba de aprobar esta misma semana una ley de Vivienda que terminará por arruinar definitivamente el mercado del alquiler en el país. En realidad, la existencia de un presidente como Sánchez en Moncloa y su manejo desenfadado en las instituciones comunitarias sin el menor reproche al izquierdismo radical y/o al atroz intervencionismo del que hace gala en España, es la mejor prueba del fracaso de la Unión como garante de la prosperidad y las libertades de los españoles, y es al mismo tiempo la “prueba del nueve” de la crisis de la Unión.

En realidad, la existencia de un presidente como Sánchez en Moncloa y su manejo desenfadado en las instituciones comunitarias sin el menor reproche al izquierdismo radical y/o al atroz intervencionismo del que hace gala en España, es la mejor prueba del fracaso de la Unión como garante de la prosperidad y las libertades de los españoles»

Una Europa a quien la invasión rusa de Ucrania ha puesto frente a sus contradicciones, muy profundas: la dependencia de Rusia para la energía, de China para los bienes de primera necesidad, y de EE.UU. para la tecnología, la defensa y ahora también el gas. El proceso de toma de decisiones de la Unión, que sigue siendo complejo, engorroso y lento debido a las limitaciones que imponen los propios Estados miembros, no favorece la gestión de las diversas crisis que le acosan, que exigen respuestas rápidas y contundentes. El primer problema sigue siendo la burocracia, la asfixiante burocracia representada por una elite que vive como Dios con sueldos estratosféricos y que se ha acostumbrado a tomar decisiones al margen del pueblo soberano, de espaldas al ciudadano medio de la Unión, con opacidad en su funcionamiento y ahora también, lo acabamos de saber, con corrupción. Una corrupción galopante. Escindido el Reino Unido y con Alemania desaparecida en combate (tratando de gestionar, con un muy gris Olaf Scholz al frente, sus intereses particulares frente a Rusia y China), el liderazgo de la Unión parece haber recaído en una Francia en crisis terminal (Paul Yonnet escribió su “Voyage au centre du malaise français” en un ya lejano 1993), una Francia con más de 3 billones de deuda externa, y en un Macron, flor de pitiminí, convertido en ejemplo vivo de esa mediocridad con ínfulas de grandeza que hoy surca el continente.

Un Macron en busca de un protagonismo imposible, que viaja a Pekín, campanudo, con la intención de arreglar el mundo mientras tiene a su propio país en llamas con motivo de la reforma de las pensiones, que se lleva de la mano a la presidenta de la CE para reforzar su débil tarjeta de visita ante el gigante chino, y que nada más llegar se dedica a tirar flores a Xi Jinping reivindicando para la Unión una imposible autonomía frente a Washington, y a quien, nada más abandonar Pekín, el sátrapa deja en evidencia con su renovado asedio a Taiwán. Pero tal vez sea esa efigie de porcelana siempre dispuesta a ponerle ojitos a Sánchez apellidada Von der Leyen, la aproximación perfecta al edificio de cartón piedra que hoy representa la Unión. Miembro de la derechista CDU alemana, la doña aspira a renovar el cargo cortejando al grupo socialista europeo, asunto que ilustra el desvarío de esa elite que ha asumido como propia la Agenda 2030, elite dispuesta a estresar hasta el límite las economías de los Estados miembros con requisitos imposibles de cambio climático, que ha focalizado como enemigo a batir a los partidos de la extrema derecha (nada que decir, en cambio, sobre los Mélenchon de turno), que se ha rendido al espantoso wokismo procedente del otro lado del Atlántico y que no sabe cómo poner coto a la amenaza islamista y a la inmigración ilegal.

La burocracia de Bruselas ha tenido un efecto paralizante sobre nuestra clase política. Las infinitas leyes y reglamentaciones salidas de las zahúrdas comunitarias han llevado a nuestros políticos a cruzarse de brazos, cuando no a esconderse tras la perfecta coartada»

Es en esta Europa heredera de unos Estados del Bienestar imposibles de financiar sin el recurso a la deuda, en esta Europa que, tras renegar de los principios liberales que orientaron el pensamiento de los padres fundadores, vive anclada en un crecimiento económico irrisorio, incapaz de crear empleo suficiente para sus jóvenes, en esta Europa que penaliza a sus clases medias con una carga fiscal insoportable, en esta Europa condenada a la eterna dependencia de los USA o, lo que es peor, a la irrelevancia, es en esta Europa sin liderazgos de peso, digo, donde prosperan tipos como Pedro Sánchez, gente sin principios, aventureros sin el menor sentido de la responsabilidad, incapaces de pensar en el largo plazo porque lo único que les interesa, no dan para más, es su carrera personal. Tipos insignificantes en el trazo largo de la historia y a los que Bruselas llena de dinero, es lo que sobra, hasta las talanqueras para que no molesten. Esta Europa débil, víctima de un notorio déficit democrático, parece incapaz de asegurar la democracia española, el argumento primero que avaló nuestro ingreso en el club, la defensa de la democracia en peligro, asunto convertido hoy en la primera preocupación de los demócratas de este país ante el riesgo que para las libertades supondría la continuidad de Sánchez y su banda durante cuatro años más en el Poder.

La burocracia de Bruselas ha tenido un efecto paralizante sobre nuestra clase política. Las infinitas leyes y reglamentaciones salidas de las zahúrdas comunitarias han llevado a nuestros políticos a cruzarse de brazos, cuando no a esconderse tras la perfecta coartada. Cualquier ley salida del magín del socio podemita de Sánchez (el 10% del voto, legislando para el 90% restante) se presenta en España como dictada por la necesidad de “trasponer”, la palabra totémica, alguna nueva directiva europea, a su vez consecuencia de la borrachera producida en el corazón de tecnocracia bruseliense por el cóctel explosivo que forman wokismo, ecologismo e igualdad, la sacrosanta religión de la igualdad por decreto que casi acabó con las democracias europeas en el siglo pasado de la mano del comunismo. ¿Puede Europa salvarse? ¿Puede seguir salvaguardando la democracia liberal? “Yo creo en la victoria final de las democracias, pero con una condición: que la quieran de verdad”, dijo el gran Raymond Aron hace ya muchos años. Lo que parece claro es que en una Europa en declive, víctima del ocaso demográfico, el estancamiento económico y el empobrecimiento de la población, la derecha democrática española está obligada a un ejercicio que va mucho más allá del arreglo de los destrozos del sanchismo: obligada a repensar el futuro de España, obligada a replantear soluciones genuinamente españolas para los problemas del país, por primera vez al margen, o a la intemperie, de ese gran paraguas averiado que es hoy la UE y la burocracia de Bruselas.