EL MUNDO 07/06/15 – DAVID JIMÉNEZ
· En un palco donde estaban los dirigentes de un Gobierno autonómico decadente y el vicepresidente español de una FIFA enfangada por el escándalo, la pitada se la llevó un Rey que apenas ha cumplido un año en el trono y al que no se le conoce mancha. Cualquiera diría que es a Felipe VI a quien han descubierto fortunas en Andorra o amañando la elección de Mundiales de fútbol. Una pitada más coherente habría ido dirigida a esa casta política que cada vez que pide a los catalanes que miren a otro lado –Espanya ens roba–, aprovecha para birlarles la cartera.
Lo que hacía realmente contradictoria la pitada de la final de la Copa del Rey es que no iba dirigida a la verdadera monarquía que ha hecho –y sobre todo deshecho– a su antojo en la Cataluña de las últimas décadas.
La influencia de la primera familia catalana es tal que su rey, Jordi Pujol I, se permitía el año pasado abroncar a los parlamentarios ante los que debía dar explicaciones por evasión fiscal. La reina, Marta Ferrusola i Lladós, burlarse de los periodistas que preguntaban. Y Jordi Pujol II, el heredero nacido con el don para la multiplicación infinita del dinero, manejarse por la vida con mochilas llenas de billetes porque «decía que a él nunca le pasaba nada», según la declaración de su ex novia, Victoria Álvarez.
Días atrás este periódico desvelaba los pagos que la constructora FCC realizó a Jordi Pujol Ferrusola por valor de 710.000 durante tres años (2006-2009), en lo que la policía cree que son comisiones a cambio de adjudicaciones públicas por parte de la Generalitat catalana. Pasada una década desde que a Pascual Maragall se le escapara que la corrupción en Cataluña estaba tan instaurada que las mordidas tenían una cifra establecida –«su problema se llama tres por ciento»–, sabemos que la decadencia continuó como si nada y que sus beneficiarios han sido los de siempre.
No parece que Felipe VI tuviera mucha responsabilidad en todo ello y, sin embargo, a él iban dirigidas las iras en la final de la Copa que lleva su nombre. Y si de lo que se trataba era de mostrar desafección contra España, un poco de imaginación habría bastado a los organizadores para encontrar una forma más original y menos maleducada, sobre todo, teniendo en cuenta la sensibilidad con la que se toman cualquier ofensa a sus propios símbolos nacionales.
El monarca tuvo que irse a una república que guillotinó a sus últimos reyes para encontrar el respeto que no le concedió el Camp Nou. El Rey dio su discurso en francés ante los diputados de la Asamblea en París, se convirtió en la estrella de las redes sociales y motivo de fascinación de la prensa local. Ya nos ocurrió cuando Madrid presentó su fallida candidatura a los Juegos Olímpicos 2020 en Buenos Aires, hace un par de años: descubrimos que de todos los que dicen viajar por el mundo en representación nuestra, el entonces príncipe era uno de los pocos que ofrecían garantías de que regresaría a la patria sin hacer el ridículo.
Lo que no necesitaba el Rey después del mal trago del Camp Nou era que saliera al rescate un Gobierno que vio en la pitada una ocasión de reemplazar los titulares sobre su batacazo electoral y el interminable goteo de imputaciones que confirma que el Partido Popular no tiene sólo un problema de comunicación, aunque también, sino de putrefacción interna agravado por la ausencia de un plan creíble y sincero de regeneración, para el partido y para un país que no está dispuesto a conformarse con la mejora de la economía.
El oportunismo con el que los populares trataron de estirar la polémica durante la semana, a pesar de que la Audiencia Nacional dictaminó que una pitada similar a Juan Carlos I en 2009 entraba dentro de la libertad de expresión, no hizo ningún favor a un Felipe VI que está a punto de cumplir su primer año en el trono sin tropiezos.
El tiempo dirá si el monarca ofrece motivos reales para que le piten o logra regenerar una institución que ya no volverá a contar con las protecciones del pasado, por fortuna para él y la institución. Porque si algo demuestra el imprescindible libro de Ana Romero sobre el ocaso del Rey Juan Carlos I, Final de Partida, es que nada corrompe más a un monarca, incluso cuando se trata de un impostor como Jordi Pujol, que creerse por encima del bien y el mal.
EL MUNDO 07/06/15 – DAVID JIMÉNEZ