Juan Carlos Rodríguez Ibarra-Vozpópuli
  • Desplantar por desplantar a un Gobierno central por el capricho de sobresalir, elevándote encima de sus hombros, ni es responsable ni es rentable a la larga para los intereses del colectivo

A punto de comenzar una nueva campaña electoral. Lo menos avisados deben saber, si somos capaces de explicarlo, que en esta ocasión elegiremos a los representantes que gobernarán en los municipios y a los parlamentarios regionales que votarán presidente autonómico en casi todas las autonomías españolas.

¿A qué viene esta introducción tan simple y tan elemental? Si existen ciudadanos que no están en el día a día del funcionamiento y de los plazos de la democracia, oyendo hablar a los políticos más relevantes del panorama nacional podrían llegar a la conclusión de que lo que está en juego en las elecciones del 28 de mayo es qué partido gobernará España después de esa fecha.

Y no es así como sabe la mayoría. Para llegar a ese estadio hay que esperar hasta final de año. En esas fechas sí decidiremos el futuro gobierno de España. Ahora toca elegir concejales y diputados regionales. Y, en consecuencia, los partidos y sus dirigentes deberían mantener un sepulcral silencio sobre sus cuitas y desvaríos para que solo se escuche la voz de quienes van a competir por las alcaldías y por los gobiernos autonómicos. Es el respeto que le deben a quienes ocupan el nivel más inferior –que no menos importante- en la escala institucional y a quienes, ocupando sus sillones consistoriales son los políticos mejor valorados por la ciudadanía. Salvo raras excepciones, alcaldes y concejales gozan de prestigio en el ejercicio de sus funciones. Resulta difícil que los medios de comunicación se hagan eco de escándalos locales. A esos niveles se mantiene una cierta contención en el debate político que permite que las formas casi nunca se pierdan de la manera en que se pierden en la política nacional.

Estamos llegando a un nivel que jamás habíamos pensado que se desbordaría cuando redactamos el artículo 2 y el Título VIII de la Constitución española

En estos últimos días el debate político sobre la presencia del ministro de la Presidencia en la fiesta del 2 de mayo en Madrid o sobre la reunión de Núñez Feijoo con un grupo de fiscales ha acaparado la actividad política de la semana pasada. Nada de eso tiene que ver con las propuestas que los candidatos a las alcaldías y a los gobiernos autonómicos están tratando de colar en la mochila electoral de cada ciudadano. Tal vez, la pelea de la presidenta de la Comunidad Autónoma madrileña con el ministro Félix Bolaños vaya mucho más lejos de su candidatura a la presidencia. Si así fuera, estamos llegando a un nivel que jamás habíamos pensado que se desbordaría cuando redactamos el artículo 2 y el Título VIII de la Constitución española. Nunca se pensó que el rescate de los hechos diferenciales que habían quedado arrinconados cuando el franquismo echó el freno de mano a la diversidad territorial, sirviera para que, al paso de los años, esos hechos diferenciales no sirvieran para completar una España diversa y plural sino para tratar de romper la soberanía nacional que había dado el visto bueno al reconocimiento de lenguas y culturas diferentes, pero complementarias.

Tampoco se pensó que los presidentes autonómicos, surgidos de esa Constitución, utilizarían el poder político que adquirieron todos y cada uno de los territorios constituidos en Comunidades autónomas para escalar en la carrera política desde la deslealtad al conjunto de los españoles. El gobierno autonómico no estaba pensado ni para hacer de oposición al Gobierno central cuando ese Gobierno es de signo contrario al autonómico ni como trampolín para llegar lo más alto posible en las ambiciones políticas de sus gobernantes.

Siempre que invitamos a un ministro del Gobierno de España tuvimos la deferencia, por educación que no por protocolo, de cederle la posibilidad de que cerrara el acto al que había sido invitado

En los tiempos en los que ejercí la presidencia de la Comunidad Autónoma de Extremadura, siempre que invitamos a un ministro del Gobierno de España tuvimos la deferencia, por educación que no por protocolo, de cederle la posibilidad de que cerrara el acto al que había sido invitado. Algunos ministros llegaron a extrañarse y otros a manifestar públicamente su agradecimiento, porque no era habitual ese comportamiento en el resto de España. No importaba si el ministro era del mismo o de distinto partido. Si se invita a alguien no lo haces para dejarlo en un rincón, sino para que el Gobierno de España aparezca en un lugar destacado.

El Sistema Autonómico también tiene como misión acercar el poder político allí donde los españoles desarrollan su actividad. Un sistema compuesto como el nuestro no puede realizar grandes transformaciones si no es haciendo posible la colaboración entre Administraciones. Un gobierno autonómico puede y debe discutir y reivindicar hasta la saciedad con el Gobierno central decisiones que puedan perjudicar los intereses del territorio que constitucionalmente se gobierna. Pero desplantar por desplantar a ese Gobierno central por el capricho de sobresalir, elevándote encima de sus hombros, ni es responsable ni es rentable a la larga para los intereses del colectivo. Quienes hayan visto bien el desplante de la presidenta madrileña al ministro Bolaños verán bien el desplante de la alcaldesa de Barcelona y del presidente de la Generalitat al Jefe del Estado. Tal vez crean que esas groserías son sinónimos de patriotismo. Si así fuera, concluyo que menos patriotismo y más Constitución.

Así que, ¡silencio, por favor! Es el turno de los candidatos locales. ¡Que hablen ellos!