EL CORREO 21/09/14
JAVIER ZARZALEJOS
· Una mayoría que no se expresa es una mayoría que no cuenta, perdedora, sometida al activismo y a la movilización de minorías ruidosas
En su memorable intervención al cierre de la campaña del referéndum en Escocia, el ex primer ministro, escocés y laborista, Gordon Brown alcanzó su momento más inspirador de elocuencia y de densidad política al proclamar que la «mayoría silenciosa nunca más quedará en silencio». Con esta afirmación desafiante y sencilla, Brown planteaba los fundamentos de la política en sociedades abiertas: la democracia, el debate y el liderazgo.
Brown tiene razón. En contra de lo que se ha solido mantener, en democracia no hay mayorías silenciosas. Una mayoría que no se expresa, que no encuentra intérpretes, es una mayoría que no cuenta, perdedora, sometida al activismo y a la movilización de minorías ruidosas y agresivas; es una mayoría condenada a alimentar espirales de silencio que sólo realimentan su ausencia del espacio público. En España, la mayoría silenciosa encontró una variante, tan consoladora como improductiva, en la idea de ‘mayoría natural’ en la que el centro derecha basó sin éxito su proyecto de partido y que el propio centro derecha desmintió con un laborioso proceso de integración que le llevó al poder en 1996. En la izquierda era la ‘mayoría social’ la que cumplía esa función, aunque la evidencia es que desde 1989 los socialistas no han obtenido una mayoría absoluta mientras que el PP lo ha conseguido dos veces. Esa ‘mayoría natural’ o esa otra ‘mayoría social’ se entendían como una realidad sociológica preexistente a la política, inmutable y dispuesta a aparecer como aparece un tesoro oculto que sólo espera a que alguien lo desentierre. Las supuestas mayorías silenciosas –como las no menos discutibles mayorías naturales o sociales– son creaciones que tienen mucho de arbitrario y resultan políticamente improductivas. La clave del éxito del unionismo –y en especial de los laboristas– en el referéndum escocés ha sido precisamente no caer en el espejismo de creer que bastaba esperar a que esa ‘mayoría silenciosa’ que muchos veían en el electorado escocés emergiera para acudir al rescate de la unión británica.
Si el unionismo ha sido capaz de imponerse a la espectacular progresión del nacionalismo es porque se ha decidido a entrar activamente en el debate, porque ha acertado a llevar a la opinión pública las incertidumbres y pérdidas que los escoceses tenían que afrontar al optar en las urnas. El unionismo ha sabido dar voz a lo que, luego, ha demostrado ser el sentir mayoritario de los escoceses y, desprovisto del argumento constitucional y legal porque el referéndum estaba habilitado por el Parlamento británico, ha ofrecido un discurso positivo a favor de la unión. Ha habido apelaciones emocionales, argumentos históricos, cívicos y económicos. Se ha combatido eficazmente la apropiación nacionalista de la identidad escocesa y del amor a su patria y se ha apelado al orgullo escocés que no es patrimonio de Alex Salmond, mientras se recordaba que fueron los laboristas con Blair, no los nacionalistas, los que llevaron la autonomía a Escocia.
La campaña unionista, como proclamaba Gordon Brown, lejos de ser un continuo acto de confianza en una supuesta mayoría silenciosa ha sido exactamente lo contrario: un vigoroso ejercicio político de construcción de una mayoría activa y presente en el debate público. Las mayorías políticas no son realidades geológicas que se forman por estratos y solo requieren paciencia para la espera. Bien al contrario, son construcciones, por definición ‘artificiales’, no naturales, producto de liderazgos, discursos y organización que convergen para articular y movilizar realidades sociales desagregadas.
El ‘silent, no more’ de Brown ha sido la declaración precisa de la decisión firme de no asistir como confiados espectadores a la movilización creciente del nacionalismo escocés hasta el punto de ver convertido el discurso independentista en el paradigma de democracia y progreso para los escoceses. Decidido el unionismo a salir del silencio, el debate no ha sido fácil ni plano. Esa imagen de una confrontación política aterciopelada propia de la caballerosidad británica no es enteramente cierta. Los argumentos y las posiciones han alcanzado una extraordinaria dureza. Los bancos han sido inequívocos al anunciar su salida de Escocia si se imponía el ‘sí’, el Gobierno de Cameron dejó claro que de compartir la libra, la jefatura del Estado y de seguir en la Unión Europea, nada de nada. Más aún, en una acertada muestra de unidad, los tres partidos unionistas –conservadores, laboristas y liberales–, se presentaron juntos por el ‘no’, lo que por aquí, con toda seguridad, habría activado las descalificaciones habituales de ‘frentismo’.
El referéndum escocés pone de manifiesto que el pluralismo, cuando se articula y se expresa, es la mejor garantía frente al nacionalismo como pretensión totalizadora frente a sus componentes identitario y populista con los que se dirige a la sociedad. Por eso en el mapa mundial de la secesión a un lado están los procesos fracasados como Quebec y Escocia y en el otro se sitúan trágicos éxitos como el fin de Yugoeslavia. La diferencia entre unos y otros casos es la que media ente el pluralismo y la balcanización. Mientras el pluralismo es la materia de la que está hecha una democracia consolidada e incluyente, la balcanización es la consagración de la quiebra social, de la exclusión y de la imposición identitaria, un estado de violencia latente que espera su oportunidad para manifestarse. Mientras el pluralismo efectivo es el dique frente al nacionalismo, la balcanización es su caldo de cultivo. En Escocia, los unionistas han construido la mayoría, han reivindicado el pluralismo disputando al secesionismo su apropiación identitaria de lo escocés y se han esforzado por dejar en evidencia las falsas promesas de bienestar del relato embaucador del populismo nacionalista. El unionismo lo ha hecho explícitamente y ha ganado.