Simpatía por los ingleses

ABC 21/09/14
LUIS VENTOSO

· A su modo, han vuelto a ganar una batalla, otra más

PARAFRASEANDO al académico Pérez Reverte, podríamos decir que los ingleses nos han (…) muchas veces a lo largo de la historia. Y ya me entienden. Sin embargo, ay, cuesta no sentir simpatía por un pueblo de alma salvaje, que paradójicamente constituye el epítome más alto de las palabras civilización y democracia.

Me gustan los ingleses, la manera estoica en que se resisten a abrir el paraguas, caminando como si la lluvia no existiese. Me alegra que decidiesen no demoler las hermosas casas victorianas; que a cambio de conservar unas calles de estética eterna acepten incluso vivir en unos pisos que por dentro son grilleras, con suelos inclinados, ventanas que no cierran y hasta veneno para ratones en los descansillos (la pasión por la moqueta rota y polvorienta merece un capítulo entero).

Nos fascinan sus parques umbríos, inmensos, que hayan preservado tantos oasis verdes en unas localizaciones que si las pilla uno de nuestros poceros emprendedores arma un Marina d’Or en un volao. Admiramos su amor incondicional por los animales, aunque a veces nos gustaría que les suscitase más compasión un homeless que un gato. Nos agrada su aprecio incondicional por una figura tan gélida como Isabel II, a la que respetan y escuchan, atendiendo a los parlamentos que le ha escrito el Gobierno como si se le hubiesen ocurrido a ella a la hora del té, cuando todo el mundo sabe que al final ni pincha ni corta, pues ese es su mandato constitucional.

Es civilizada su pátina formal de educación, con todos esos «sorry» por cualquier fruslería (aunque luego en realidad puedan llegar a ser bastante vikingos). Resulta elegante el pudor con que contienen toda efusión afectiva, una reserva chocante en comparación con la desparramada extraversión meridional. Es un misterio de la química que las chicas sigan aireando sus dedos de los pies pintados cuando corta el frío, y es un enigma de la física que muchas estén delgadas trasegando pintas como si fuesen camioneros sedientos. Algunas inglesas rubias –e inglesas negras– son tan perfectas en su belleza y su estética que detienen los relojes cuando caminan arrogantes por Old Brompton Road abajo, pisando las aceras con la seguridad lejana de un felino inalcanzable. Me encanta su sentido del humor esquinado y retranqueiro, tan parecido al de los ingleses latinos, los gallegos. Celebro que entierren a sus literatos mayores en la Abadía de Westminster, donde se coronan los reyes, y que Dickens, Samuel Johnson y Kipling estén esperando juntos la llegada del fin de los tiempos en la Esquina de los Poetas. Les damos las gracias por los Beatles, el fútbol y la penicilina, y por haberse encarado con Hitler cuando todo el planeta silbaba, dispuestos a sucumbir antes que a renunciar a sus libertades.

Tienen sus defectos, claro. La cerveza templada y sin burbujas. El aire de suficiencia. El hooliganismo de los más bárbaros. Su mala relación con la basura, que recogen solo dos veces por semana. El delito de cocinar con mantequilla… Pero están ahí, y son de fiar. Incluso siguen ganando batallas. La última, el jueves en Escocia. Me alegro y les doy las gracias.